¿Quién es Nicolas Bokov?
Nacido en Moscú en 1945, el escritor decidió vivir como un vagabundo en París sin perder la dignidad, una dura experiencia que acabó en un hermoso y profundo libro
A los pocos días de conocerlo me dijo que las autoridades soviéticas le habían dado dos opciones: la cárcel o el exilio. La condena podía ser de dos o tres años. El exilio, en la década de los setenta, aún tenía la posibilidad de ser perpetuo. Optó por el exilio, no por lo que suponía de definitivo, sino porque según él, para saber de verdad lo que era la cárcel había que estar recluido en ella al menos siete años. Un encierro por debajo de ese número sagrado ni aportaba experiencia penitenciaria ni era nada, tiempo perdido. La ironía, el sentido del humor, forman una parte considerable del personaje.
Así que, después de pasar por un centro psiquiátrico, Bokov fue expulsado de la Unión Soviética por disidente en 1.975. Y así pude conocerlo muchos años después en el norte de Francia, en una antigua casa de los padres de Margueritte Yourcenar que las autoridades locales del Departamento del Norte habían convertido en residencia para escritores europeos. Villa Mont Noir. Llegué allí un mes antes que él, en la primavera de 2.003, y a lo largo de ese tiempo oí hablar repetidas veces de Bokov a otros escritores, a los empleados –a las empleadas sobre todo- de Mont Noir. ¡Oh Nicolas!, decían, y se les transformaba la cara. Me felicitaban al saber que próximamente y a lo largo de un mes compartiría la Villa con él. Un escritor de culto, un tipo diferente, un antiguo clochard, un místico. ¿Un encantador de serpientes, un embaucador con encanto?
Quizás a través de su historia puedan ustedes extraer sus propias conclusiones. Como decía, Nicolas Bokov fue expulsado de su país y privado de la ciudadanía soviética por actividades contra el Partido y contra el Estado. Aspiraba a vivir en un régimen democrático. Eso era todo. Atrás dejaba familia, una historia de amor truncada, un hijo. Bajo la condición de apátrida se dirigió a Alemania. Allí vivió una temporada azarosa, abrazó la fe cristiana (lo que él llamaría en un libro autobiográfico La conversion) y luego se trasladó a París. Y en París es donde, años después, se produciría esa tajante ruptura con el mundo que le iba a reportar la fama que en Mont Noir le precedía. El místico, el diferente, el puro, el asceta. Casi el levitador.
La ruptura de Bokov con el engranaje de la sociedad se produjo en 1.988 y, entre otras cosas, consistió en desprenderse de todo lo material. Decidió vivir con la máxima sencillez posible. Lo abandonó todo salvo una edición del Cántico espiritual y una Biblia. Esos libros y un saco de dormir eran sus únicas pertenencias. A partir de ese momento Nicolas iba a vivir en la calle. Hambre, frío, peligro, vagabundos, delincuentes y también solidaridad, reflexión, indagación en los sótanos del ser humano fueron sus compañeros. No mendigó. Se hizo de un entramado de fruteros que le reservaban las piezas estropeadas que ya no podían vender, parroquias en las que le daban algún sustento. Buenos samaritanos que se suponía eran los mediadores del amparo divino. En cualquier caso, Bokov nunca perdió la dignidad. Se aseaba en los baños públicos, mantenía la máxima pulcritud posible. Nunca fue ni pareció un mendigo. Estaba decidido a buscar la pureza del espíritu, la auténtica fe cristiana desnuda de cualquier interferencia, y en algún momento parece ser que la rozó.
En los largos días de Mont Noir, Nicolas me habló de aquella época. Pasábamos las mañanas trabajando y al empezar la tarde salíamos en bicicleta en busca de iglesias y de algunas tabernas. Sin darnos cuenta entrábamos en Bélgica. Lo sabíamos porque cuando, extraviados, preguntábamos a algún campesino dónde estábamos muchas veces nos respondían en flamenco. Un kilómetro al norte de Mont Noir había bastante gente que no sabía, o no quería saber, francés. En las tabernas, en las iglesias, caminando por aquellas inmensas llanuras o en las largas sobremesas de la cena, Nicolas intercalaba imágenes de su pasado.
Según Bokov, después de llevar meses viviendo en la calle, uno de los anhelos máximos es permanecer en un lugar cerrado. Dejar de estar a la intemperie por unas horas. Todavía años después, abandonada la calle, el simple hecho de entrar en un espacio cerrado le seguía proporcionando una cálida alegría. De modo que para guarecerse de las inclemencias del tiempo y para sentir el consuelo de un techo, durante el día permanecía largas horas en las oficinas de correos, en los bancos de una iglesia. Al caer la noche, cuando esos lugares se cerraban, las estaciones de metro se convertían en su refugio, y también en su estudio.
Nicolas no dejó de escribir. Pequeñas hojas sueltas. Comentarios, experiencias, reflexiones. A veces reglaba aquellos escritos que hablaban sobre la dureza de sus días y también sobre algunos efímeros pero insólitamente intensos momentos de felicidad y esperanza. Experimentó una gradación en las necesidades físicas y comprobó cómo unas se subordinaban a otras en una implacable jerarquía. La sed en la cumbre, el frío, el hambre. Los deseos sexuales quedaban a la cola en cuanto alguna de las otras necesidades mostraban su verdadero rostro. Y lo hicieron en muchas ocasiones en una ciudad que en aquellos inviernos pudo rozar los diez bajo cero y con su famoso saco de dormir robado por unos ladrones en lo más duro del invierno.
“Finalmente me aburguesé”, me confesó Bokov, “dejé las calles”. Su aburguesamiento consistió en refugiarse en una gruta a las afueras de París. Y en insistir ante la Poste para que le concedieran a su domicilio una dirección. Un pequeño buzón, unas señas a las que un día llegó la carta de una editora interesada en publicar eso que él iba escribiendo y dejando atrás. Toda esa experiencia fue recogida en un libro hermoso, breve y profundo, Dans la rue, à Paris.
A partir de entonces el aburguesamiento de Bokov no conoció límites. Se fue a vivir al distrito XVI. Allí vivía en los tiempos en que lo conocí, y allí me alojó en una de nuestras excursiones a París. Días antes me anunció que su casa era humilde. Le dije que no importaba. Me lo repitió varias veces. Y en el momento de la partida, cuando íbamos a subir al coche, me dijo que mejor cogiese la manta de mi cama y la llevase conmigo. Al llegar a su casa, la buhardilla de un lujoso edificio, lo entendí. Apenas diez o doce metros cuadrados en los que estaban representados el salón (una silla), la cocina (un metro cuadrado con fregadero/lavabo comprendido), la zona de trabajo (una mesa, la misma silla del salón) y el dormitorio (un leve colchón de espuma al pie de la ventana). Baño comunitario. Las camisas, los pantalones de Nicolas, colgaban del techo perfectamente alineados. Todo estaba en orden. Todo era sencillo y armónico. Esa noche dormí bajo su mesa de trabajo, cubierto con mi manta y con una guía telefónica de París a modo de almohada.
Años después pasamos unos días juntos en una especie de santuario en el que me citó. Días felices. Allí alguien le preguntó una mañana: “¿Es usted extranjero?”. “Absolutamente”, respondió. Un escritor, un extranjero que fue caminando hasta Meteora con intención de hacerse monje y que desistió de su intención porque los hermanos que encontró allí eran “profesionales”, y él un amateur. Un peregrino que, según me contó recorrió toda Francia a pie yendo de una catedral gótica a otra en busca de Dios. “¿Y qué encontraste?”, le pregunté. “Catedrales góticas”, me respondió sonriente. El más puro Bokov.
Babelia
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