Dios es una máquina
Recurrir a la tecnología para resolver la trama de un relato puede ser un truco fácil
Ahora llamamos visualizar a lo que antes llamábamos imaginar y puede que eso haya limitado nuestra imaginación. ¿Para qué imaginar lo que podemos ver? Juan Goytisolo se propuso retratar en La saga de los Marx a Lenchen, la criada del autor de El capital, y para eludir el “enojoso retrato balzaquiano” recortó una foto de la muchacha y la pegó en la página. Allí sigue, con la mirada ida. Las nuevas tecnologías no solo modifican los hábitos de los lectores, también los de los escritores. En un momento de El comensal (Caballo de Troya) Gabriela Ybarra busca en Google el nombre de un etarra para comprobar que era amigo de un amigo suyo. Una operación tan prosaica como buscar en Internet da lugar a uno de los pasajes más intensos de libro. Y no por la sorpresa (nada efectista), sino por la reflexión sobre la cercanía (no solo física) entre verdugo y víctima. En Tal vez Esther (Adriana Hidalgo), la escritora ucraniana Katja Petrowskaja también usa el buscador, que se convierte en el motor de su libro y la lleva tras las huellas de su bisabuela, muerta en Auschwitz. Cuando un viajero le dice que el destino ha cruzado sus caminos, la escritora responde que no fue el destino: fue Google. Los dos han buscado lo mismo y el algoritmo ha hecho el resto. Si buscas una impresora, argumenta, no paras de recibir ofertas de impresoras. Una investigación que podría haberle llevado años —y varios libros de autoficción— la resuelve Petrowskaja en dos páginas. El resto es el prodigio de siempre: palabras, palabras, palabras.
Con todo, no es lo mismo que la tecnología esté en el origen de un relato que en su desenlace. Hace pocas semanas, al repasar en Babelia las novedades de novela negra, Justo Navarro subrayaba la creciente tendencia a resolver los crímenes revisando el móvil de los sospechosos. El peligro es que la tecnología acabe siendo el “retrato balzaquiano” del siglo XXI: un cliché, una manera fácil de salir del atolladero. El teatro clásico tenía algo parecido: el deus ex machina, un personaje sobrenatural que en el momento crítico aparece en escena y resuelve el enredo. Bajaba al escenario gracias a un artilugio y a eso debe su nombre. Por extensión, se llama también así a aquel personaje poderoso que soluciona una situación tensa o, sin necesidad de personaje alguno, a una manera sorprendente (al límite de lo verosímil) de solucionarla. Hoy las máquinas son ese deus. A veces burdamente: pensemos en el abuso que hace de la informática la última temporada de House of Cards, que se aleja de Shakespeare para acercarse a Lope.
Recordarán una secuencia de la primera entrega de Indiana Jones, aquella en la que un individuo alardea con la espada ante el protagonista. Cuando toda la historia del cine conspiraba para que Indy se enfrentara a él a cuerpo gentil, este saca un revólver y, Dios bendiga el progreso, acaba con su contrincante. Cuando la situación se repite en la segunda parte, el héroe también repite el gesto. Esta vez, sin embargo, el gesto no funciona. Muchas veces, en literatura, ese revólver es Internet, un arma que conviene disparar solo una vez.
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