Días de mudanza
En Nueva York, la ciudad en la que todo encuentra su acomodo, algunas de nuestras cosas han sido adoptadas en un nuevo hogar
Vamos llenando cajas con los libros que nos han ido acompañando los últimos 13 años. Emily Dickinson, Capote, Munro, Nabokov, Chejov, Pasternak, Cunningham, Bishop, Didion, Baldwin, Tóibín, Whitman, Cheever, Bashevis Singer, Annie Proulx... Novela gráfica, Crumb, Eisner, John Lewis... Libros de fotos, Vivian Maier, Francesca Woodman, Diane Arbus, Walker Evans, Helen Levitt, Richard Avedon, Irving Penn... Catálogos de arte, de Kooning, O´Keefe, Basquiat, Bonnard, Rothko, Bellows... Cada uno de ellos cuenta su historia y también la mía. Inspirados en sus páginas publiqué artículos y casi sin sentir se colaron en los libros que escribí. Cada uno de ellos disfrutó de momentos de gloria en este calendario arbitrario y sentimental que conforman las lecturas, las pinturas, las ilustraciones. Más cajas, cajas de compactos, porque somos habitantes sentimentales de un tiempo en el que aún se escuchaban los discos de principio a fin.
Hay que seleccionar lo que llevas y lo que dejas, encarar una criba que aun conteniendo algo de melancolía ha de hacerse con expeditiva sinceridad. En Nueva York, la ciudad en la que todo encuentra su acomodo, algunas de nuestras cosas han sido adoptadas en un nuevo hogar. Estará la bici en casa del portero, la cama en la habitación de la adolescente, algunos libros en los puestos de viejo de Broadway, el sillón acogiendo el descanso de un artista jubilado, incluso la bisutería adornará a amigas que paseándola una noche me pasearán un poco a mí por estas calles que fueron mías. Las aceras engullen el recuerdo de nuestros pasos. Deteniéndome en mi esquina, donde se cruzan West End con Duke Ellington Boulevard, siento que mi presencia es ya fantasmal. Te marchas con la sensación de haber pasado de puntillas, sin que nadie escuchara tus pasos, a no ser porque te ganas la vida contando lo que ves y de alguna manera lo certificas. ¡Tanto Nueva York, tanto Nueva York!, dirán algunos. Mil perdones, se siente, así es este oficio. La cronista habla de lo que ve. Y hemos visto muchas cosas, tantas, que creo haber vivido las vidas del gato. Tres presidentes: Bush, Obama, Trump, cada uno influyendo con sus modales finos o su brutal ignorancia en la deriva del mundo. Recuerdo aquella tarde de enero de 2009 observar la exaltación en el rostro de los neoyorquinos por la llegada a la Casa Blanca de un presidente negro. Pareció por un tiempo que al fin las heridas del racismo estaban cerrándose. Más tarde, Obama hubo de lidiar con abusos policiales y una desigualdad lacerante que constataban lo contrario. Y recuerdo sentir el estupor, las caras que no salían de su asombro, cuando el país se despertó con Donald Trump como presidente.
De fondo, más allá de los cambios políticos, gracias a la acción de unos y a la pasividad de otros, la ciudad fue cambiando. Ya no era, sin duda, aquella urbe insegura de los ochenta, mitificada ahora por los que preferían ciertos peligros a la actual desigualdad, pero en ella se instaló un fondo de miseria difícil de percibir, porque no siempre salta a la vista, a menudo se esconde en un submundo de refugios de caridad para aquellos que no tienen una habitación donde dormir. Nueva York se encareció, como todas nuestras ciudades, hasta el punto de ir expulsando en un goteo incesante a una clase media que no puede permitirse el precio de un piso, a unos comerciantes que no pueden afrontar la subida de los alquileres. El centro se llenó de multimillonarios sin fronteras, de esos rusos, por ejemplo, con los que tan buenos tratos hacía Donald. Ahogó y ahoga a la clase media y abrió sus brazos, los abre, a personajes de dudosa reputación a los que no se les piden cuentas ni explicaciones del tipo de negocios de los que salió su dinero.
Y es inevitable que todo esto transforme el carácter de la ciudad. Hay una incontenida burla desde los sectores proclives a defender a quien no tiene más razón que el dinero, de esos otros ciudadanos que se resisten a perder la esencia de sus barrios. Pero estos activistas fueron los que salvaron algunos lugares sin los que hoy no se concebiría Manhattan. ¿Podemos hoy los vecinos cambiar el rumbo de nuestro entorno?
Con esos libros metidos en cajas me vuelvo. Con muchas dudas también. Me parezco y no a la que fui. Me parezco, sí, en que suelo dejar que los acontecimientos me cambien un poco. Si no, para qué se vive.
Babelia
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