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La inmigrante albanesa que cuidaba ancianos y triunfa como soprano

Ermonela Jaho es ovacionada en Madrid con una 'Madama Butterfly' que la ha consagrado en toda España por las retransmisiones

Jesús Ruiz Mantilla
la soprano Ermonela Jaho, en el Taeatro Real.
la soprano Ermonela Jaho, en el Taeatro Real.Javier del Real

Cuando Albania era algo así como la Corea del Norte europea, había una niña que soñaba con ser cantante. Tanto que a los 18 años se le ocurrió la insana proeza de entonar La Traviata… En albanés. “Cuando la canté después en italiano, noté esa diferencia que era un abismo. Casi otra historia”, comenta ahora Ermonela Jaho. Desde entonces, esta soprano que para algunos es una Callas reencarnada en el siglo XXI, lleva 250 representaciones de la ópera de Verdi, entra las que se cuentan las que hace dos años hizo en el Teatro Real. Aquella vez hizo llorar a un buen puñado de españoles cuando la vieron en el papel a través de plazas y pantallas gigantes o mínimas, mediante Facebook. Nos ha vuelto a compungir este mes con Madama Butterfly, de Puccini.

Madrid es ya una de sus citas talismán. Y desde el Real, por lo que ha irradiado en media país durante las retransmisiones de La traviata y Madama Butterfly, convierten a Jaho (Tirana, 1974) en una cantante cercana, querida, propia. El público ha comprendido que sus armas no se basan en la técnica, sino en algo que va más allá: en la vida. Para transmitir todo esa enciclopedia de emociones se necesita sufrimiento y tenacidad. Empeño y, en buena medida, algo de secreta locura. “Yo no soñaba con ser cantante, deliraba con ello. Era algo patológico”, confiesa Jaho en el teatro donde triunfa cada vez que sube al escenario.

La razón de esa entrega se remonta a una historia de voluntad y ambición, pero también de mandobles  y agujeros negros. Padeció la miseria del inmigrante y esos escupitajos a la dignidad. Cuidaba niños y ancianos en la Italia que recibió las primeras olas de albaneses a principios de los años noventa, cuando desembarcaron allí a mansalva en esos cargueros atiborrados de sueños de supervivencia. Jaho se plantó allí invitada por Katia Ricciarelli para unas clases de canto en Mantua. Se quedó. Paso a paso, completó una formación entre horas de trabajo sin horario y clases ganadas a base de concursos. “Llegué con 18 años, sin un céntimo. Trabajé donde pude. Algunos días no tuve, literalmente, nada para comer. Sufrí las humillaciones más inimaginables. Me sentí miserable, que no merecía estar en este mundo. Pero nunca lo dije en alto, porque el mero hecho de admitirlo era claudicar. Así que cada noche, cuando me metía en la cama, yo deseaba tanto cumplir mi sueño que eso fue lo que me mantuvo viva”.

“A mí el divismo no me interesa. Busco la catarsis. Hoy en día, el cantante debe llegar al confín, no de la realidad, pero sí de la verdad, que es algo distinto"

Tanto que en cada representación, el público nota esa entrega de quien no ha tenido las cosas fáciles. “Salgo todas las noches a escena como si fuera la última vez que voy a cantar. Algún día ocurrirá, me quedaré sin voz, lo tengo asumido. Así que, quizás exagere un poco, pero voy al límite, emprendo un viaje que me saca tanto de mí que a veces, ni escucho los aplausos del público. Esa entrega es, también una muestra de respeto a ellos. Lo doy todo”.

Desde los seis años incubó su deseo. “Mi padre, que era militar y mi madre, profesora, lo saben. Ellos pensaron que volvería a Albania. Murieron y su ausencia me duele intensamente. He regresado, debo devolver lo que he ido aprendiendo y experimentando para los jóvenes cantantes. Pero me preocupa que no sientan ese fuego que a mí me empujó a ir a por todo. Hoy los veo más conformistas. El país está mejor y eso, a veces, no beneficia a la rabia por querer entregarse a fondo”.

Todo el dolor, todo el sufrimiento, lo aprecia. “No cantaría así de no haber pasado lo que pasé”, comenta. “En el fondo, como soy positiva, lo agradezco. Mi escuela ha sido la vida. Un cantante debe ser un libro abierto y verter todo lo que aprende de su experiencia en el canto. Así se logra esa liberación profunda del alma. El público nota eso, no les puedes engañar”.

Todo o nada: “A mí el divismo no me interesa. Busco la catarsis. Hoy en día, el cantante debe llegar al confín, no de la realidad, pero sí de la verdad, que es algo distinto. Si te metes a fondo no ves el final del viaje. A veces pienso que en otra vida debí ser como esas mujeres. Una Violeta, una Butterfly... El amor incondicional, ¿quién lo ha perseguido? ¿Quién no lo ha deseado alguna vez en la vida? Así somos los mediterráneos, ¿no?”.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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