La orfandad universal
El teatro incipiente de Javier Gomá invita a pensar en época de ecolalia y polvareda
Inconsolable
Autor: Javier Gomá. Intérprete: Fernando Cayo. Vestuario: Juan Sebastián Domínguez. Música: Luis Miguel Cobo. Luz: Ion Aníbal. Escenografía: Paco Azorín. Dirección: Ernesto Caballero. Madrid. Teatro María Guerrero, hasta el 23 de julio
¿Recuerdan la revientameriendas, flor de altura que anuncia humedad en la hierba? Esta incursión escénica inicial de Javier Gomá no ha encontrado la misma cumplida forma que acompaña sus avisados ensayos, pero, ¿acaso alguien esperaba logro semejante a las primeras de cambio? En Inconsolable, el autor bilbaíno hace un esfuerzo notorio por dar una tenue forma dramática monologada a su pensamiento, entretejido de reflexiones lúcidas sobre el vértigo insoslayable que en el hijo produce la muerte paterna; el deseo de perduración, inmanente al ser humano, y la posibilidad de satisfacerlo dando ejemplo de vida.
Dado que Gomá expresa sus bien argumentadas reflexiones mediante acusada voz propia discursiva (como Platón comunicó las suyas en forma dialogada) y que acierta a divulgarlas oralmente con fluidez en numerosas entrevistas radiofónicas, puesto a llevar su pensamiento a escena, lo justo era ponerlo en boca de un álter ego que se dirigiese a un público fraternal. Así lo ha hecho. Idéntico recurso hubiera servido también para escenificar con eficacia los dos primeros capítulos de La imagen de tu vida, volumen al que Inconsolable sirve de epílogo: Humana perduración correría en voz alta perfectamente tal cual lo escribió su autor y el capítulo siguiente sería recitable de igual modo con solo trocar su forma impersonal de dirigirse al lector (“Como es sabido…”) por la segunda persona del plural: “Como sabéis…”.
Un buen orador puede declamar ambos capítulos sin preámbulos y sin más excusa que el imperativo ético de recuperar el teatro como lugar de pensamiento y debate. En Inconsolable, Gomá gasta pocas palabras en ponernos en situación y entra al meollo rápido a través de su otro yo, interpretado por Fernando Cayo, actor a quien Ernesto Caballero encomienda múltiples acciones, para imprimirle relieve dramático al texto. La elevación progresiva del expresivo dispositivo escénico diseñado por Paco Azorín produce de modo gráfico una ruptura de la cotidianeidad equivalente a la que en el protagonista ocasiona la muerte de su padre.
Aunque la escenografía, el movimiento, el abundante sonido incidental y la luz funcionan de perlas, uno acaba preguntándose si la teatralidad evidente de todo ello no le quita foco y poso íntimo a la inspirada palabra desnuda de Gomá. A la interpretación de Fernando Cayo, vigorosa, versátil, plena, cabe ponerle otros tantos adjetivos elogiosos y dos reparos únicos: la exaltación con la que encara el pasaje de las Furias (adherencia acaso de Rinoceronte, montaje dirigido también por Caballero) y la nitidez resplandeciente de su educada prosodia. A todos ellos y al autor cumple agradecerles que nos inviten a pensar en época de ecolalia y polvareda.
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