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Regreso a la tribu

Frente al individualismo moderno cunde la ancestral necesidad de pertenencia a un grupo, un resorte atractivo y, a veces, peligroso

'Terrenal', de Juan Genovés, obra incluida en la exposición 'Ayer y hoy. El laberinto del tiempo', que se puede ver en la galería Marlborough de Madrid.
'Terrenal', de Juan Genovés, obra incluida en la exposición 'Ayer y hoy. El laberinto del tiempo', que se puede ver en la galería Marlborough de Madrid.
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Sebastian Junger: “Competir con un grupo rival nos hace sentir bien”

Ikea nos amuebla la casa, Zara nos viste y Starbucks nos alimenta. Puede considerarse extrema, exótica, semejante trinidad de la globalización, pero la hipérbole plantea tanto la homogeneidad de nuestras sociedades como explica el recelo a ella y la aspiración de diferenciarse: desde la añoranza de los hábitos tribales hasta los fenómenos de énfasis identitario.

Sería una reacción a los grandes procesos integradores. No ya la mundialización en sentido abstracto y las desigualdades que haya podido conllevar, sino la propia construcción de la UE, cuyo destino de fraternidad y de soberanía compartida se ha visto expuesto al nacionalismo y al populismo. Parece atractiva la idea de ser europeo como realidad transfronteriza, como idiosincrasia cosmopolita, como mercado común, como rechazo a la dialéctica de las guerras continentales, pero la dificultad de “sentirse” europeo y el escepticismo que origina la burocracia bruselense incitan la tentación de vincular la desi­gualdad y el deterioro de la calidad de nuestras vidas a la frustración del “proyecto comunitario”.

Es el desengaño donde anida la tentación retrospectiva, la ensoñación de un pasado feliz. Marine Le Pen prometía la Francia de los años sesenta, la Francia preglobalizada. No sólo idealizándola, sino evocando todos los pasajes de identificación que se habían deteriorado en la melé europea: el franco, los manteles de cuadros, el reposo dominical y hasta la grandeur.

Se trata de un mensaje sentimental, pero inculcado desde la psicosis, pues la líder del Frente Nacional, igual que otros colegas xenófobos europeos en el Gobierno —Viktor Orbán, en Hungría— o en la oposición, han exacerbado los miedos y las amenazas —el islam, la inmigración, el euro, la globalización misma— como trasunto de una emergencia y como justificación de un mesianismo que arraiga en el debate hipersensible de la identidad.

En la sociedad tribal se comparte la pobreza, pero también el tiempo y las relaciones. Con la bonanza económica crece el aislamiento

Identidad (Trotta) es el último ensayo de la investigadora Montserrat Guibernau y se antoja una respuesta elaborada a los enigmas de un mundo en transformación que ubica al hombre moderno en el punto de tensión entre el individualismo y la necesidad de pertenencia a un grupo. “La urgencia de un sentimiento de pertenencia motiva a los individuos a sacrificar sus intereses personales”, explica. “También impulsa a renunciar a cotas sustanciales de libertad, con el objetivo de amoldarse a las reglas, normas y valores de la comunidad. A cambio, disfrutarán de seguridad, protección, solidaridad, compañerismo. En el momento presente, el atractivo de la pertenencia a la nación como comunidad política se mantiene como el más poderoso agente de movilización política, capaz de establecer una clara distinción entre aquellos que pertenecen y quienes son considerados enemigos o extranjeros”.

Este planteamiento sobrentiende una posición jerárquica de la exclusión respecto a la inclusión. Las comunidades de pertenencia enfatizan los rasgos propios, específicos, aunque sea al precio de engendrar una doctrina discriminatoria. Todos los españoles podemos celebrar el gol de Iniesta en Sudáfrica y proclamarlo en las calles con fervor, pero representa un comportamiento colectivo de pertenencia demasiado genérico y coyuntural.

Todo lo contrario, por ejemplo, de cuanto se desprende del hooliganismo. Los hinchas ultras se reconocen en sus ritos, sus tatuajes, sus himnos. Crean una tribu cerrada a semejanza de una secta o de una religión dogmática cuya idiosincrasia se define en la diferencia y en la beligerancia. Se necesita un enemigo para aglutinarse, aunque no todas las comunidades cerradas responden a principios agresivos ni predican la discriminación. Ni siquiera en el fútbol, donde se cultiva también una liturgia sana en la adopción de los cánticos, del vestuario. O en la devoción a los jugadores que desempeñan el antiguo papel totémico, especialmente cuando se prodigan en el arte de los fenómenos sobrenaturales. Maradona creó una religión pagana en torno a sí mismo de la que Messi es un reflejo contemporáneo, como lo es Cristiano Ronaldo en la facultad de proporcionar a sus seguidores un camino de evasión y hasta una manera de peinarse.

El fútbol se prolonga en tribus. Confronta colores y banderas. Estiliza las antiguas batallas campales. Y sube la temperatura de una sociedad en la alegoría del gran caldero, como orientación de los humores de un país. La guerra de los Balcanes estalló primero en los campos de fútbol.

La endogamia nacionalista coexiste con la amenaza global del yihadismo, que se alimenta de la debilidad y fracaso de los Estados

“La naturaleza vinculante del ritual”, explica la profesora Guibernau, “conduce a la distinción entre la lealtad por elección y a la lealtad autoritaria. Mientras que la primera es el resultado de una elección libre e individual que contribuye a la autodefinición del individuo, la segunda es el resultado de las presiones para actuar de una forma determinada”. Existiría pues una diferencia fundamental entre involucrarse en una comunidad desde el libre albedrío y hacerlo por coacción o inducción, si bien es cierto el ensayo Identidad menciona el retorno del autoritarismo y alude a la fascinación que ejerce la sumisión.

Seguidores del Real Madrid celebran la victoria de su equipo en la final de la Champions.
Seguidores del Real Madrid celebran la victoria de su equipo en la final de la Champions.ÓSCAR DEL POZO (AFP)

“La obediencia a una ideología política o a una fe religiosa”, añade Guibernau, “mantiene en el individuo un sentimiento de seguridad, basado en la pertenencia a una comunidad percibida a un tiempo como poderosa y valiosa, y dentro de la cual los individuos son considerados como miembros, con la prerrogativa de acceder a ventajas materiales e inmateriales ligadas a su pertenencia (…) El auge del fundamentalismo islámico puede interpretarse como una respuesta a la globalización y un rechazo a la modernidad. Pretende recuperar la tradición y tiene un poder enorme como fuerza para responder a las cuestiones a las que se enfrentan los individuos contemporáneos, a los aspectos civiles y políticos de la vida social”.

Abunda o redunda en esta dirección un ensayo que acaba de publicarse en Italia a iniciativa del periodista Maurizio Molinari. Se titula El retorno de las tribus (Ediciones Rizzoli) y sostiene que el problema externo del yihadismo y el problema interno del nacionalismo provienen del debilitamiento del Estado. Especialmente en Europa, donde prevalece la propaganda eurófoba porque no se ha construido en Bruselas un relato que entusiasme, ni se ha sabido inculcar entre los europeos la relevancia del modelo integrador.

En los países desarrollados se ha percibido por muchos ciudadanos el hecho de que la globalización ha provocado un dominio de las desigualdades económicas que determinan tanto el discurso de los movimientos populistas y antisistema como proporciona energía al nacionalismo exacerbado”, explica Molinari. “Ha cuajado la idea de que hay un establishment, una casta, de forma que se ha predispuesto la aparición de grupos, de partidos, que fomentan la idea vigorosa de una pertenencia y de un credo alternativos. No digamos ya cuando puede apelarse al pasado, exacerbar los símbolos patrióticos propios, resucitar las leyendas fundacionales”.

La endogamia nacionalista coexiste a juicio de Molinari con la amenaza global del yihadismo, cuya pujanza está igualmente relacionada con la debilidad de los Estados árabes-musulmanes. “Se han descompuesto en la inercia fallida de la primavera árabe y se ha producido un poderosísimo resurgimiento de los clanes tribales como fuente de agregación social, económica y militar. El yihadismo propone una revolución, aunque sea una revolución sanguinaria. Y ha logrado fertilizar en las tribus, los clanes, las mezquitas. Es un proyecto poderoso frente a la agonía del Estado débil”.

El ejemplo más elocuente consiste en el Estado Islámico. Técnicamente es un feroz movimiento terrorista, pero representa un modelo de sociedad y aspira a recrear las fronteras de un gran califato. De ahí la importancia que reviste haber comprometido un área geográfica —Siria e Irak— y haber proporcionado una infraestructura educativa, religiosa, sanitaria.

Desde la autoridad, el terror y la propaganda, pero también desde el fracaso de los Estados y desde su papel providencialista, Al Bagdadi, cabeza visible e invisible del Daesh, ha “conseguido” instalar su régimen en el esquema de las sociedades y comunidades previas a la constitución del Estado. “La única manera de ganar esta batalla de nuestro tiempo consiste en combatir el yihadismo como si el populismo no existiese y de combatir el populismo como si no existiese el yihadismo”, razona Molinari. “Son dos emergencias de los países occidentales que deben tratarse por separado, porque en un caso se trata de rediseñar la seguridad colectiva y en el otro de proyectar la prosperidad colectiva”.

El deterioro del propio bienestar y la psicosis hacia las amenazas exteriores —más abstractas que concretas— habría proporcionado a Donald Trump el mejor argumento de su victoria. Molinari sostiene incluso que el nuevo presidente de EE UU ha surgido a iniciativa de la “tribu blanca”. Un huracán protestante y nacionalista que provendría del descontento y que podría vincularse igualmente a la política fallida de Obama “en el ámbito de la desigualdad, la pobreza y el racismo”, precisa el escritor italiano.

El mundo complejo, la globalización, la edad de la tecnología, la hipercomunicación han precipitado una reac­ción hacia dentro, pero Guibernau se resiste a generalizar una visión negativa del fenómeno identitario. “El sentimiento de pertenencia genera el antídoto más potente contra la alienación y la soledad. La pertenencia ofrece al individuo un punto de referencia, permitiéndole así trascender su limitada existencia al compartir intereses comunes, objetivos y características con sus compañeros o compatriotas. La intensidad de los sentimientos que mueve a los individuos a pertenecer es tan fuerte que a menudo consigue que los propios individuos estén dispuestos a renunciar a su libertad a cambio de las ventajas que ofrece la pertenencia a un grupo determinado”.

La libertad nos habría procurado independencia y racionalidad, pero nos habría imbuido con sentimientos de soledad. Y para escapar a ellos, sostiene Guibenau, habríamos encontrado refugio en otras formas de dependencia. Desde las adicciones más conocidas —sexo, drogas, trabajo obsesivo, riesgo, juego, redes sociales, comida— hasta el fenómeno de “la sumisión al líder y la conformidad como tipos de dependencia que están sumando adictos a un ritmo considerable”.

Seríamos pues los occidentales más libres que nunca, pero no necesariamente más felices. Se obstina en demostrarlo un tercer ensayo que ha escrito el periodista estadounidense Sebastian Junger y cuyo título, Tribu (Capitán Swing), es tan elocuente como el predicado que aparece en la portada: Sobre vuelta a casa y pertenencia.

“Si el hogar es el sitio donde, cuando has de ir, tienen que ir a recogerte, la tribu sería la gente con la que te sientes forzado a compartir la comida que te queda. A los humanos no les importa la adversidad; lo que les afecta es no sentirse necesarios. La sociedad moderna ha perfeccionado el arte de hacer que la gente no se sienta necesaria”, escribe Junger.

Es el contexto en el que se explica el elogio de las sociedades tribales, no por reivindicar el adanismo ni la idealización, sino por reflejar hasta qué extremo las necesidades fomentaban la solidaridad, el sentimiento de pertenencia. Los miembros de una sociedad tribal compartían la pobreza, pero también el tiempo y las relaciones, entretanto que la independencia económica de nuestro tiempo habría conducido al aislamiento, favoreciéndose incluso la depresión y el suicidio. Seríamos urbanitas sobrealimentados y al mismo tiempo mal nutridos, competitivos y aislados, por mucho que la comunicación tecnológica nos plantee la sensación de que vivimos hiperconectados.

Hasta la paz se habría convertido en un problema… por no haber sabido revestirla de valor comunitario. “Las comunidades que han sido devastadas por desastres naturales o causados por la mano del hombre casi nunca caen en el caos; si acaso, se convierten en más justas, más igualitarias y más deliberadamente equitativas”. Cuenta Junger que las tasas de suicidio en Europa son mucho más altas en tiempos de paz; y que los desastres o las situaciones extremas producen condiciones mentales más sanas, empezando por los soldados estadounidenses desplazados a los últimos conflictos.

Junger ha concluido que la actividad en el conflicto era mucho más gratificante que el regreso a casa. No por el placer de disparar, sino por cuanto el conflicto proporcionaba a los soldados los sentimientos de solidaridad, jerarquía, respeto, valores y hasta conciencia de la muerte. “La belleza y la tragedia del mundo moderno es que elimina muchas situaciones que exigen que la gente demuestre un compromiso con el bien colectivo. Aliviado de la mayoría de los desafíos de la supervivencia, un hombre urbano puede pasarse toda la vida sin tener que ayudar a nadie”. Junger no pretende que renunciemos a la electricidad ni que nos coordinemos para cazar bisontes. Tampoco hace apología de la catástrofe ni de la guerra. Sus reflexiones conciernen a la insoportable levedad que ya describió Kundera. Y a la paradoja de un mundo infelizmente feliz donde prolifera el aislamiento, el individualismo y la falta de rituales compartidos.

La solución consistiría en comprometerse. Resucitar el principio fundacional de la lealtad y de la pertenencia. Reconocerse en una comunidad. Sería la mejor forma de reavivar la hormona de la oxitocina —esa que se dispara en la lactancia, pero también en la cooperación grupal—, especialmente si elegimos una causa filantrópica y una tribu que no exija renunciar a la libertad.

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