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El Princesa de Asturias de las Letras distingue al poeta polaco Adam Zagajewski

El escritor, de 71 años, se ha consolidado como uno de los más prestigiosos autores europeos de la posguerra

El poeta, novelista y ensayista polaco Adam Zagajewski, en Madrid en 2014.Foto: atlas | Vídeo: SANTI BURGOS / ATLAS
Javier Rodríguez Marcos

“Dondequiera que uno corte la vida, siempre la parte en dos mitades”. Con esta frase resumió su biografía hace 20 años Adam Zagajewski, galardonado hoy con los 50.000 euros del Premio Princesa de Asturias de las Letras. Su existencia entera ha sido, desde el principio, pura dicotomía. En eso corre paralela a la Europa del siglo pasado. Si la ciudad polaca en la que nació en 1945 (Lvov) pertenece actualmente a Ucrania, su infancia transcurrió en Gliwice, un “lugar feo y gris” de la Silesia alemana que se incorporó a Polonia al final de la Segunda Guerra Mundial. Zagajewski es, de pies a cabeza, un fruto de la posguerra: primero un desplazado; después, un exiliado. En 1982 se instaló en París para, tras ejercer como profesor visitante en diversas universidades estadounidenses, volver a su país natal dos décadas después, con la caída del régimen comunista. Hoy sigue vinculado a la de Universidad de Chicago —antes lo estuvo a la de Houston— pero vive entre Francia y Cracovia. En eso es fiel a una de sus particulares clasificaciones: mientras la pintura es, dice, un invento de sedentarios, la música (“el arte menos unido a un lugar concreto”) lo es de cosmopolitas. La poesía, entre tanto, es cosa de emigrantes, es decir, de “aquellos desdichados que, con un patrimonio ridículo, se balancean al borde del abismo, a caballo entre continentes”.

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Miembro de la contestataria Generación del 68, el recién galardonado es un brillante continuador de una lírica, la polaca, que ha dado a las letras universales dos premios Nobel —Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska— y a punto estuvo de darles un tercero: Zbigniew Herbert, nacido también en Lvov. Como ellos, y tras debutar con una poesía “airada, política”, Zagajewski ha sabido conjugar en sus versos la ironía y el éxtasis, lo sublime y lo cotidiano, sin renunciar a la claridad pero tampoco al misterio. No es casual que uno de sus libros de ensayos se titule Solidaridad y soledad. Así arranca el poema Autorretrato, escrito en 1997: “Entre el ordenador, el lápiz y la máquina de escribir / se me escapa medio día. Algún día sumará medio siglo. / Vivo en ciudades extranjeras y a veces con personas / extranjeras hablo sobre cosas que me son extrañas. / Escucho mucha música: Bach, Mahler, Chopin, Shostakovich. / En ella encuentro tres elementos, fuerza, debilidad y dolor. / El cuarto no tiene nombre”.

Su marcha a París a principios de los años ochenta partió su escritura, como su biografía, de nuevo en dos mitades. Tras publicar títulos que hoy encuentra “irritantes” como Comunicado (1972) y Carnicerías (1975) —compuestos para contrarrestar la “falsedad” de la propaganda gubernamental—, su obra se orientó hacia una poesía meditativa en la que la narración convive con la reflexión y la elegía con la celebración.

El Premio Princesa de Asturias concedido ayer es parte del idilio de Adam Zagajewski con España. Si el pasado 18 de mayo ofrecía una lectura poética en la Residencia de Estudiantes de Madrid, sus libros llevan años presentes en las librerías españolas. Incluido por Antonio Beneyto en su selección de 16 poetas polacos (Libros del Innombrable, 1998), Pre-Textos publicó en 2003 En la belleza ajena, un volumen a medio camino entre el diario y las memorias. Dos años más tarde, el poeta Martín López-Vega preparó para la misma editorial la antología Poemas escogidos, tal vez la mejor puerta de entrada al universo Zagajewski. Con todo, a la editorial Acantilado y al traductor Xavier Farré debemos el grueso de las versiones poéticas publicadas en castellano. En ese sello se encuentran poemarios como Tierra del fuego, Deseo o Antenas y muestras de su brillante y bienhumorada prosa como En defensa del fervor, el citado Solidaridad y soledad y el imprescindible Dos ciudades.

Ese libro, que arranca con los tragicómicos recuerdos infantiles del pequeño Adam, relata los días en que, instalados en la prosoviética Gliwice, su familia dividía las cosas, como hace ahora él mismo con los géneros artísticos, en tres categorías: aristocráticas, burguesas y socialistas. Las aristocráticas —de valor emocional— eran las que los deportados cargaron desde Polonia. Las burguesas —utilitarias—, las dejadas atrás por los alemanes que evacuaron la ciudad cuando esta se convirtió en polaca. Las socialistas —una moto, una batidora—, las producidas por “la inepta República Popular de la posguerra”. En todas ha sabido encontrar Zagajewski su dosis de poesía. Ventajas del desarraigo. Como escribió en el poema Canción del emigrado: “En ciudades ajenas venimos al mundo / y las llamamos patria”.

Un poema de Zagajewski

"Soñé con mi antigua ciudad,
Hablaba la lengua de los niños y de los humillados (…)
Y entonces oí unas palabras de todo diferentes:
'Pero los milagros existen, no todos creen en ellos,
Pero los milagros ocurren…'. Y al despertarme,
Cuando salí lenta y penosamente del búnker de aquel
sueño
Entendí que allí todavía duraban las disputas,
Que todavía no se había solucionado nada…".
(de Mano invisible, Acantilado)

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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