“He dicho mucho que no”
Que Adriana Ozores (Madrid, 57 años) esté sobre un escenario es siempre una buena noticia para los espectadores. En esta primavera la tenemos en el Teatro Español de Madrid, representando La cantante calva, de Ionesco. Adriana, a la que el tiempo ha dotado de una belleza angulosa y de un aire distinguido, es por derecho una de las grandes de nuestra escena. Buena narradora de la singular historia teatral que atesora una familia de seis generaciones de actores, los Puchol-Ozores, ella misma es ya poseedora de una vida digna de contar. A veces cómica, a veces dramática, narra con generosidad cómo ha llegado hasta donde está.
-Unos de mis primeros recuerdos es un día que mi padre volvía de gira. Él estaba subiendo por las escaleras y yo con el tacataca las bajé rodando para recibirlo.
-Mis padres se conocieron bailando claqué, entonces llamado baile americano, en la compañía de Celia Gámez. Hacían pareja. Mamá tenía 14 añitos, iba con calcetines, y mi padre, 18. Es muy romántico, ¿no? Mamá era más pánfila, pero mi padre la miraba entre bambalinas y le decía a su hermano Mariano, ésa va a ser mi mujer.
-La abuela, Luisa Puchol, era la que provenía de cinco generaciones de actores; el abuelo Mariano trabajaba en un banco cuando la conoció. Ella era una señora guapísima; él, feo como un demonio, pero encantador, simpático, un caballero… Se enamoraron, se casaron y estuvieron muchísimos años de gira en la compañía Puchol/Ozores. Y los enanos, José Luis (mi padre), Mariano y Antonio se quedaban en casa con la tía Aurelia. La tía Aurelia vivía en silla de ruedas, pero cuando hacían grandes giras por América, porque mi abuela llegó a actuar hasta en Nueva York, se la llevaban. Viajaban los 40 de la compañía en barco. La tía, con las manos retorcidas del reuma, se acercaba con su carrito, tímida, a la mesa donde jugaban al póker. Decía: "¿Puedo jugar? Y los hombres: "Por Dios, señora, pues claro. Hacedle sitio a esta pobre mujer". Y la tía, que sabía latín y jugaba al póker como Dios, más de una vez sacó el pasaje gratis a la familia.
-Mis abuelos vivieron en Las Vistillas (Madrid) cuando al fin se asentaron, porque se pasaron años danzando por España. Casi nueve sin casa. Fíjate que a mi padre le gustaba tanto hacer inventos y era tan imaginativo que un día dijo: "Voy a hacer un órgano de iglesia”, pero todo esto en el tren. Así que empieza por un tubito, y al tubito le va añadiendo piezas, hasta que aquello se hizo tremendo, y el abuelo dijo: "Mira, hijo, yo creo que vamos a dejar en Murcia lo del órgano". Con esto te quiero decir que la vida la hacían ellos por el camino.
-Mi madre se unió a ellos y así estuvieron de novios 12 años. La compañía llevaba 40 obras para representar, así que no se sabían ningún texto. Por eso, siempre llevaban concha.
-Yo soy la que guardo la memoria de mi familia, tengo casi todo. Guardo lo de papá y lo del tío Mariano. Películas de súper 8 y de 16 mm, y muchísimas fotos, porque todos eran fotógrafos. En casa teníamos un cuarto para la fotografía.
-Mi padre no se aburría nunca. Pintaba, hacía fotos, escribía. Desde sonetos muy bonitos a poesía verde, como él llamaba a lo porno. Y todo el tiempo estaba pintando.
-Siempre estaba jugando con nosotros. Era un niño grande. Le gustaban las colecciones de trenes. No es que jugara un poco con un trenecito, no, él decía, aquí se rompe la pared porque el tren tiene que pasar de un cuarto a otro. Y construía una estación y su jefecito y los árboles. Un mundo entero. Venía la gente a verlo.
-Mis recuerdos son de cuando ya estaba muy enfermo. Una niña pequeña percibe la verdad, así que yo sentía su incapacidad, la debilidad; también el amor, por Dios, porque era un ser maravilloso; pero yo he vivido la infancia con un padre muy enfermito.
-El tío Mariano, en el aspecto económico, se hizo bastante cargo de nosotros, porque cuando mi padre muere, no hay pensión, nos quedamos sin un duro. Mis tíos nos compraban la ropa, nos fueron ayudando.
-Yo era absolutamente consciente de que no teníamos nada. Estando papá todavía vivo, pero ya muy malito, le dedicaron aquel programa de radio, Ustedes son Formidables, que recaudaba dinero para gente necesitada. Debía ser el año 67 y lo promovieron Concha Velasco y Tony Leblanc, que fueron a la SER para contar la precaria situación económica en la que vivía la familia de José Luis Ozores. Y todo resultó pues… como era entonces España. La gente venía a la casa en bata a darnos su hucha. Recibías la caridad de la gente. Ah, importante: nos regalaron una licencia de taxi. Se contrató a un señor de taxista y entonces [se ríe] vivimos del taxi. ¿Qué te parece? Pues como una película de la época. Venía el señor con su gorrilla cada semana y le entregaba a mi madre el dinero.
-Tuve conciencia muy pronto de lo difícil que era todo. Mi madre no era una mujer emprendedora. Para ella fue un palo tan grande que no se recuperó. Le costó mucho sacarnos adelante.
-Yo quería ser pintora. Estaba en la escuela de artes aplicadas. Era mi pasión. Pero un día alguien me dice: "Oye, ¿y tú cómo no eres actriz?". Y yo: "Ay, espérate, pues igual sí". Total, que me presenté en el Conservatorio [la Resad] con 18 años. Había que decir una fábula, un poema, un texto en prosa. Uno de los que nos examinaban, el señor Hormigón, me dijo: "Adriana, antes de irte cuéntanos la última conversación con tu padre". Me quedé helada. Le dije: "No puedo. Yo no tuve una última conversación". Se ve que el hombre quería sacarme una catarsis interpretativa. En fin. Estuve poco tiempo en la escuela porque enseguida me llamó Pedro Osinaga, y en mi casa, todo el mundo: "¡Tienes que hacerlo! ¡te ha llamado Pedro Osinaga!". Yo entonces no ponía en duda nada. Era aquella función, Sé infiel y no mires con quién. Mi madre me hizo una minifalda con un mandilete, porque yo hacía de la criadita, y Osinaga me pegaba unos azotes en el culo que me producía ciática.
-Te cuento algo gracioso, Osinaga me dijo que fuera a ver la función antes de hacerla y fui con un novio que me había echado. Estábamos en la fila 10. A mí la función me importaba un pimiento, yo fui a darme el lote con el novio. Al cabo de los años me he dado cuenta de que desde el escenario lo veían todo. Jajaja, yo pensaba que estando a oscuras nadie iba a verme.
-Al cabo de unos meses, pensé: "Uy, a mí esto no me va nada". Entonces vi La Casa de Bernarda Alba, por José Carlos Plaza, y dije: "Esto sí". Y me metí en la escuela de Layton. Me recibieron sorprendidos, se preguntaban: "¿Qué hace ésta aquí?". Ésta, que viene de que le peguen azotes en el culo.
-Al mismo tiempo me sacaba un sueldo trabajando en las zarzuelas que hacía García de la Vega en la tele, sí, esas en las que hacíamos un playback que no nos sabíamos pero que nos daba igual. Era muy divertido, y cero responsabilidad. Si alguna vez ponen alguna, me verás por detrás, moviendo la boca y bailando.
-Luego García de la Vega hizo teatro de revista, y ahí estaba yo también. Yo iba de lagarterana, con dos roscos en el pelo, y José María Pou, de escocés. Y el señor escocés y la lagarterana se enamoraban. Así hicimos amistad. Él era íntimo amigo de José Luis Alonso, que iba a montar El alcalde de Zalamea. Le pedí a Berta Riaza que me ayudara a preparar el papel de Isabel y me lo dieron. Y allí me quedé 10 años en el Clásico haciendo mil obras con Marsillach.
-A ser actriz he aprendido trabajando. Y sí, también creo que traemos algo de fábrica. Seis generaciones de familia de actores tienen mucho que decir en cómo yo trabajo. Yo no he sido de muchos cursos pero siempre he estado muy interesada en conocerme a mí misma, que es lo que más te ayuda como actriz.
-Yo borro enseguida un papel de mi cabeza. Esto es un misterio: si paro de hacer una obra y la vuelvo a representar en cuatro meses me acuerdo del texto, pero si la función se acaba desaparece de mi memoria. Es así. Carlos Hipólito te las repite todas. Pero a mí no es un tipo de memoria que me divierta esa de repetir textos. Yo aprendo un texto para hacerlo.
-Hay mucho de cómica en mí. Lo he vivido en casa, porque mi padre y el tío Antonio estaban jugando permanentemente. Si no estaba Gila, estaban ellos dos solos. Se sentaban los tres a la mesa con un magnetofón en medio y a soltar paridas. Un tema: tres hombres en una bañera, por ejemplo, y hala, a soltar ocurrencias.
-Marsillach se enfadó mucho cuando me fui del Clásico. Mucho. Me ofrecieron una película con Oristrell, De qué se ríen las mujeres, y para irme le solté una mentira como una catedral. Pero sé que me tenía cariño, como un padre.
-Uf, la tele. Cuando haces tele eres consciente, por muy bueno que sea el producto, de que tú eres parte de ese producto. Eso lo aguantas un tiempo, pero de pronto sabes que estás perdiendo algo tuyo.
-Me gusta La cantante calva porque es juego, y me encanta jugar. Me gusta hacer el payaso, no me da vergüenza. Yo de pequeña no hacía ninguna gracia, salvo cuando jugábamos las películas y yo hacía todos los personajes y se mondaban de risa.
-Soy muy curiosa, llegué a la meditación y a otras prácticas de conocimiento de uno mismo hace mucho tiempo. Me movía la necesidad de dar respuesta a cosas que me pasaban, imagino que por las carencias que he podido tener en la vida, la falta de un padre con nueve años, el no tener demasiados asideros, el haber estado bastante desprotegida. Sí, formas parte de un clan, pero otra cosa es tu día a día. Esas disciplinas me han equilibrado.
-De vez en cuando, planeo una aventura. Hace cuatro años me fui sola a Phoenix. Estados Unidos siempre me ha atraído, no el sistema de vida, pero sí el paisaje, Arizona, el mundo de los indios, ese espacio enorme de John Ford. Me cogí mi apartamento como de asesinato de los Cohen, me compré un coche, me ponía la música americana, y hala, mi pelo al viento y a investigar por ahí. O cuando me fui a Japón, a un monasterio zen. Al principio vas con el culillo apretado, pero luego ya dices: "Eh, que no pasa nada". Y lo disfrutas.
-En casa siempre ha pintado todo el mundo. Cuando no trabajo, pinto. Tengo una foto preciosa con papá, él en su carrito, pintando en el caballete y yo al lado muy pequeña.
-He hecho alguna vez papeles con los que no comulgaba, sí, pero he sabido sortear lo que no quería. He dicho muchas veces que no, con la sensación de abismo que eso provoca, porque en este oficio puedes encontrarte ante una nada infinita. Pero entiendo que esta carrera se construye, sobre todo, a partir del no.
-Siento que la gente joven me mira con respeto, no ya por mi manera de actuar sino por la seriedad con que me he tomado este trabajo. Tanto como para mostrar mi desacuerdo con un director, por ejemplo. Si me han pedido que hiciera cosas que atentaban contra lo femenino, he dicho que no.
-A veces me ha costado que mi familia me entendiera porque ellos han vivido de otra manera esta profesión. Ellos trabajaban porque tenían que comer, era posguerra, había que hacer lo que fuera, y la parte artística estaba contemplada en un segundo plano. Cuando vieron que yo me lo tomaba muy en serio, me respetaron, pero no lo entendían del todo.
-A veces me gustaría tener más conciencia. Cuando no te falta trabajo es fácil perder la perspectiva, inevitable centrarte en tus cosas, pero hay compañeros que lo están pasando muy mal y tienes el deber moral de acordarte de ellos.
A estas palabras hay que añadirle una voz rica en matices, que salta a veces hasta tonos agudísimos, que se rompe por la risa, se vuelve suave al narrar o quebradiza si entra en un terreno que quien escucha presiente doloroso. Todas esos tonos conforman a esta actriz tan expresiva como misteriosa.
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