Enrocados en el envoltorio
Pretende ser cine clásico, pero solo es académico. Y el material humano, más sentimental que cruel, y el político, con unas cuantas frases hechas, no aguantan el envite
EL JUGADOR DE AJEDREZ
Dirección: Luis Oliveros.
Intérpretes: Marc Clotet, Melina Matthews, Alejo Sauras, Andrés Gertrúdix, Stefan Weinert.
Género: drama. España, 2017.
Duración: 98 minutos.
En la última década y media, las estanterías de las librerías españolas se han llenado de novelas de éxito ambientadas en apasionantes periodos históricos y centradas buena parte de las veces en intrigas criminales, que, sin embargo, no siempre se acercan a la política, al poder y a los flujos del tiempo con la trascendencia del análisis, sino más bien como el envoltorio con el que adornar relatos de vuelo corto sobre pasiones de corte folletinesco. Seguramente entretenida porque el marco tiene el suficiente atractivo como para que el lector (y el espectador) penetre en periodos aún desconocidos con el sabor de la literatura (y el cine) de mayorías, El jugador de ajedrez, segundo largometraje del veterano director de segunda unidad Luis Oliveros, basado en la novela homónima de Julio Castedo, tiene todas las trazas de la sistemática.
Ambientada entre los instantes inmediatamente anteriores al golpe de estado de Franco y, tras la contienda, el exilio en Francia durante la ocupación alemana en la II Guerra Mundial, la película tiene una reconstrucción muy digna que resuelve con planos sueltos de gran eficacia, como los travellings iniciales que llevan a la primera partida de ajedrez, en los que el departamento de dirección artística se luce con convicción y sin demasiadas alharacas. Sin embargo, desplazada la cámara hasta el lugar donde se desarrolla el campeonato, aún en los primeros minutos, comienzan a verse las costuras del guion, obra del propio Castedo. Una mujer entra en el salón, mira a los jugadores, se dirige a uno de los periodistas que cubren el evento y lanza la primera frase de la película: "¿Quién es el campeón vigente?". Nadie habla así. Con ese envaramiento en el lenguaje. Ni ahora ni en 1936.
A partir de ahí, el ajedrez sólo sirve como marco, pero jamás como metáfora de nada. Es un tema de imagen, de apariencia, pero nunca de complejidad. Incluso el protagonista, gran ajedrecista, parece incapaz de adivinar las jugadas vitales de sus oponentes, las que lo llevan a una prisión francesa durante años alejándole de su familia, cuando la estrategia se ve venir a la legua. Pretende ser cine clásico, pero solo es académico. Y el material humano, más sentimental que cruel, y el político, con unas cuantas frases hechas sobre rojos y nazis, no aguantan el envite.
Babelia
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