“Cuando se ha visto a Rossellini, no se vota por el Frente Nacional”
El director francés Bruno Dumont estrena ‘La alta sociedad’, donde mezcla canibalismo y lucha de clases
Era de dominio público que a Bruno Dumont (Bailleul, Francia, 1958), adalid del cine de autor europeo y diretor fascinado por lo sagrado, le encantan Dreyer y Bresson. La sorpresa llegó al descubrir que este antiguo profesor de Filosofía también era fan confeso de Blake Edwards y Louis de Funès. Con su anterior proyecto, la miniserie El pequeño Quinquin, rodada para la cadena francoalemana Arte en 2014, el director reveló una insospechada comicidad y un gusto acusado por lo burlesco, que ahora vuelve a desarrollar en su nueva película, La alta sociedad. Hoy llega a las salas españolas. En el verano de 1910, los bañistas desaparecen en extrañas circunstancias en la costa del norte francés. La policía investiga el caso en la bahía de Slack, aparentemente tranquila, donde una familia de pescadores, los Brufort, convive con otra de relamidos burgueses, los Van Peteghem, que han llegado desde Lille para disfrutar del receso estival. A los primeros, los interpretan actores no profesionales. A los segundos, grandes figuras del cine francés, como Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi y la estrella cómica Fabrice Luchini.
Dumont no observa ninguna ruptura en su cine respecto a la solemnidad y el rigorismo de La vida de Jesús, L’humanité, Hadewijch o Camille Claudel 1915. “Más que una ruptura, veo una profundización. En el fondo, sigo hablando de los mismos temas. Pero me he dado cuenta de que la comicidad forma parte de la vida y dejarla de lado me parece un error. La naturaleza profunda de las cosas es tragicómica”, responde el cineasta en un café parisino pegado a los Jardines de Luxemburgo.
Dumont procede del norte francés, donde todavía reside seis meses al año. Su retrato de la región fronteriza con Bélgica se sitúa en las antípodas del candor proletario y los estereotipos en ristra que le ha reservado el séptimo arte. Por ejemplo, la película más vista de la historia del cine francés, Bienvenidos al norte. En sus primeros filmes, se elogió que Dumont restituyera a los autóctonos una dignidad que la cultura popular muchas veces les ha negado. Paradójicamente, sus últimos proyectos han despertado la acusación contraria: la de no tratar a sus personajes con el respeto necesario. “Sí, me río de los personajes, pero no de la gente a quien representan. Solo me río de la naturaleza humana, porque es mi deber”, sostiene. “De todas formas, lo que opine la gente me la sopla. Yo no busco el consenso. Lo peor es un cineasta que ruede para gustar. Y me temo que existen muchos”.
En la película –y no es un spoiler–, la familia de pescadores protagonistas practica la antropofagia. Los Brufort trabajan ayudando a los pudientes a cruzar un vado de la bahía, trasportándolos en brazos para que no se mojen los pies. Para compensar esa humillación, se zampan a alguno de ellos de vez en cuando. Durante su estreno en Francia, se interpretó ese canibalismo como una metáfora de la lucha de clases. Dumont lo desmiente: “Esa lectura marxista me parece desfasada. Hoy la gente pasa de rica a pobre y de pobre, a rica. Todos oscilamos sin cesar entre comportamientos que son propios de los dos grupos”. En el enfrentamiento entre marinos y herederos, Dumont parece tomar partido por los primeros. “Soy más malo con los ricos, pero solo porque son más cretinos, a causa de su educación, de su barniz cultural y de su hipocresía, que es un invento burgués”, sonríe. “Dicho esto, tampoco quiero idealizar a la clase obrera. Los obreros también son bastante tontos. Conozco a unos cuantos. A veces, el pueblo puede ser muy tonto”.
A dos días de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia, los sondeos parecen darle la razón. El Frente Nacional hace estragos en su región, donde sería la fuerza más votada con más del 27% de los votos. “Es la expresión de su desesperación”, analiza Dumont. “Pero nunca voy a criticar o humillar a esos votantes. Yo creo mucho en el hombre. A esas personas hay que repararlas, porque sufren de un defecto cultural”, asegura. “¿Qué películas ve esa gente? Solo mierda. Alguien que haya visto a Rossellini o a Bergman no vota por el Frente Nacional”. Sobra decir que Dumont tiene al cine en muy alta estima. “La cultura es una inversión política, aunque nadie lo entienda. Todas las cuestiones ligadas a la miseria social podrían ser resueltas a través del cine. El arte contribuye a la emancipación del individuo y participa en su despertar”, asegura.
Deja al margen de esa máxima al cine comercial, que le parece “detestable”. “Me siento agredido por su música, sus actores y por el marketing de los sentimientos. No me creo esos sentimientos. Es un cine con vocación mercantil, construido sobre la adhesión del espectador y no sobre su espíritu crítico”, diagnostica. Su peor pesadilla sería un mundo sin cine de autor, donde una película sea solo una simple distracción. “Distraerse es importante, aunque también lo es construirse. No se puede permitir que la humanidad se limite a distraerse. Hoy se asimila la educación al aburrimiento”, apunta. Dumont dice que el cine le salvó. “Ver Lacombe Lucien, la película de Louis Malle sobre un joven colaboracionista, me impidió convertirme en un imbécil. Yo creo que cuando ves a un imbécil en pantalla, sales inmunizado. Sin embargo, los políticos siguen sin entender eso. Les tengo resentimiento por haber dejado el control del cine a los industriales”, sentencia.
Dumont estrenará su nueva película, Jeannette, una comedia musical sobre la infancia de Juana de Arco, en el próximo festival de Cannes, donde será proyectada en la Quincena de los Realizadores. “Es una película pop, rock y electro”, avanza Dumont, que seguirá sirviéndose de “una mezcla de comedia y drama”. Qué menos para la historia de una virgen y mártir que terminó quemada en la hoguera.
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