Olvidado Páramo
El realizador José Antonio Páramo, que acaba de morir, nunca pudo dirigir películas por la tontería de que el cine y la tele eran temas incompatibles
A principios de los años sesenta del siglo pasado, la televisión española, hecha a veces en directo y siempre con cuatro duros, fue el germen para que un grupo de jóvenes hicieran sus pinitos en la dirección de programas dramáticos. Varios de ellos fueron luego muy conocidos tras su salto al cine: Pilar Miró, Antonio Mercero, Josefina Molina, Jaime Chávarri… mientras que otros muchos permanecieron en la nómina de la casa, porque entre los productores cinematográficos se estilaba la tontería de que el cine y la tele eran temas no sólo distintos sino incompatibles, y que quien valía para lo uno era inútil para lo otro. Cuantos lograron saltar esa valla demostraron que no era cierto, pero quienes no pudieron hacerlo se quedaron inéditos para el cine, aunque en televisión estuvieran mostrado gran talento para la narrativa en imágenes.
Uno de ellos fue José Antonio Páramo, zaragozano de 1940, que acaba de fallecer. Había dirigido más de 100 programas dramáticos, además de documentales, musicales y programas culturales, pero sobre todo de ficción, algunos de ellos de renombre (Los comuneros, de Ana Diosdado, con Juan Diego y Lola Herrera, Caballo de pica, de Aldecoa, con Manuel Zarzo, El rey y la reina, de Sender, con Nuria Espert y Omero Antonutti…) difíciles de ver ahora en la tele. Cuando él intentó recuperarlos se sorprendió al saber que su obra completa se conserva en la Universidad de Princeton, mientras que en España hay poco de ella y sobre todo sin orden ni concierto. Son cosas de aquí, ya sabemos. Como el que no pudiera dirigir películas porque ya lo hacía en televisión. Lo intentó en repetidas ocasiones hasta que, según dijo con su habitual socarronería: “Cuando comprendí que no tenía el talento suficiente para hacer lo que deseaba, dejé que me jubilasen”. De hecho se retiró, aunque sólo parcialmente, no abandonando sus ganas de dar clases a los más jóvenes ni su afición al violín ni su incansable fuente de recuerdos y anécdotas que hacían de él un conversador ameno, inteligente y, desde luego, infatigable. Y mira por dónde, hablar de aquella tele de los pioneros, con la censura sobre la chepa, no parece tan dispar de lo que se diría de la actual. Lo que sí es distinto, en cambio es la ilusión por el trabajo de los que llegan ahora, quizá más quemados que aquellos de los años sesenta, cuando casi todo estaba por inventar. En todo caso, como ya no existe aquel criterio troglodita que diferenciaba el cine de la tele, ojalá que ninguna carrera como la que hubiera debido tener José Antonio Páramo se quede abortada.
Babelia
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