El don de no estar catalogado
Ser un marginal con éxito se paga caro a la hora del reconocimiento oficial
Nació en Oviedo, el 30 de julio de 1934, y como bienvenida a este mundo, con solo tres meses de vida, durante la Revolución de Asturias, Gonzalo Suárez fue perfectamente bombardeado por el ejército represor que mandaba el general Ochoa. Desde esa metralla de bautismo y hasta llegar al uso de razón, en el inconsciente de nuestro héroe el biberón y las canciones de cuna se fundieron con el sonido de los timbales del dios de la guerra. Tenía dos años cuando su padre, catedrático de francés, hubo de trasladarse a Madrid para presidir unos exámenes, y allí se quedó la familia, condenada a tragarse entero el Alzamiento de 18 de julio.
En la capital de España, la criatura fue saludada a modo de salvas de honor con nuevos pepinos de acero. El 7 de septiembre de 1937, el catedrático se trasladó a Valencia y como si los facciosos hubieran esperado solo a que llegara Gonzalo Suárez al Mediterráneo, comenzaron a bombardear la ciudad de las flores. Su madre recordaba haber visto, con el niño en brazos, la cabeza del portero de la finca de la calle de San Martín, donde vivían, estampada en la pared de enfrente. El 21 de noviembre, su padre fue destinado a Cartagena y allí le siguieron cayendo encima los últimos hierros que le quedaban al ejército de Franco antes de que estallara la victoria. ¿Iba este niño detrás de las bombas o sucedía al revés y eran las bombas las que buscaban al niño? Si conoces la respuesta, conocerás al personaje.
Puesto que tomó la papilla y le crecieron los dientes de leche yendo de refugio en refugio, no es extraño que, terminada la guerra, Gonzalo Suárez tratara de fabricarse su propia casamata en la que guarecerse, pero lo que pudo haber quedado en una paranoia de por vida, se trasformó en el arte de presentarse en sociedad bajo distintas máscaras, camuflado de periodista, de cineasta, de actor, de escritor, de ciudadano corriente, siempre escurridizo. Dado su don para la presencia invisible, de estar y no estar, no sea que le fueran a bombardear de nuevo, Gonzalo Suárez, incluso por la pinta física, a medias de profesor despistado y encantador de serpientes, hubiera sido un excelente espía doble o triple, ese que tiene olfato para olerse la tostada y siempre abandona la reunión comprometida un momento antes de que llegue la policía, y cuando esta ya se ha largado, sale del baño subiéndose la cremallera de la bragueta y pregunta qué diablos ha pasado.
De este personaje dice Max Aub en La gallina ciega: "Con Gonzalo Suárez me sucede algo terrible. Según mi agenda, cené en esta fecha con Carmen Balcells y con él. ¿Dónde, cómo, cuándo? ¿Cómo es, qué cara tiene? ¿Cuál es su tono de voz? Por mucho que quiero recordarle no puedo. Me acuerdo de sus libros, no de él. Estoy preocupado. Existo, existe. ¿Cené con él? ¿Hablé con él? Honradamente, juro que no puedo asegurarlo. Sin embargo, aquí está apuntado, sin lugar a dudas: 18 de septiembre, a las nueve: Cena con Carmen y Gonzalo Suárez".
Esta misma perplejidad ante su inaprensible facultad de no estar donde se le espera la experimentó también Julio Cortázar. Acudes al pase privado de una de sus películas y resulta que se trata de la presentación de su última novela; estaba anunciado en una mesa redonda y puede que los asistentes encuentren su silla vacía, pero otro día se presenta en un debate al que no ha sido invitado como quien quiere ir a Vigo y coge el AVE de Barcelona. Lo crees novelista y aparece de cronista deportivo bajo el seudónimo de Martín Girard, de informador táctico para el Inter de Milán que se pasea por los turbulentos campos de fútbol italianos. Lo crees hijastro de aquel famoso entrenador Helenio Herrera y resulta que es capaz de crear una obra de arte en la película Remando al viento. ¿Se trata de un juego cuyo secreto solo él conoce o es que sale cada mañana de su casamata camuflado con el primer disfraz que encuentra en el perchero, de novelista que hace cine o de cineasta que cuando se aburre regresa a la novela?
Si lo atrapas por el cuello para clasificarlo te quedarás con tu propio puño en la mano. Pero ser un tránsfuga de géneros, fantasma sin etiquetas, humorista patinador que va de la realidad a la farsa onírica tiene un precio; esta diversión de poseer un grado sutil de excentricidad, ser un marginal con éxito se paga caro a la hora del reconocimiento oficial, porque este juego resbaladizo a unos críticos los desconcierta y a otros los enoja, porque les da mucho trabajo. Los críticos repudian a las mariposas que se niegan a dejarse clavar en el cartón de los catálogos y bibliografías y más en un país como este, en que no se te permite hacer dos cosas bien a la vez. Pero, según Cortázar, de cuando en cuando, también hay lectores o espectadores que siguen prefiriendo las mariposas vivas a las que duermen su triste sueño en las cajas de cristal. Este es el caso.
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