La convicción de un demócrata
La democracia no garantiza un buen gobierno, pero, a diferencia de los sistemas autocráticos, permite echar del poder a los que lo hacen mal
La memoria es una mochila que llevamos en la espalda. Algunos sentimos el peso de la mochila, otros se olvidan de que la mochila está ahí y cuando se olvidan, la mochila es caprichosa y se voltea: en lugar de estar en la espalda, se pone en frente de la cara y le impide a uno ver el futuro. Por tanto, uno tiene que tener en cuenta lo que ha vivido para ser capaz de ofrecer respuestas a lo que estamos viviendo. Y a lo que aspiramos vivir. Si no se tiene en cuenta lo vivido, las respuestas pueden crearse en el vacío. Hay políticos adanistas que imaginan que la historia empieza con ellos. Cometen grandes errores. La historia pesa, pero no debe condicionar tanto como para inmovilizarnos, debe condicionar para comprendernos a nosotros mismos y avanzar con políticas de reforma, a través del diálogo y de la conformación de mayorías sociales.
Esta es la gran pregunta de nuestro tiempo. Cómo resistir y conquistar a la vez. La marcha de las mujeres en Estados Unidos significa resistencia para defender unos valores que algunos hoy están poniendo en peligro. Pero también tendremos que ser suficientemente reformistas y audaces para ofrecer un futuro, para conquistar, porque con resistir no basta.
Y la oferta de un proyecto de futuro atractivo y sólido tiene mucho que ver con entender la crisis de gobernanza, tanto en sus factores endógenos como exógenos, y ser capaces de ofrecer soluciones que superen las pulsiones etimológicamente reaccionarias que acosan nuestro mundo.
Es a entender mejor esta crisis a lo que he dedicado los últimos tiempos, y de manera más intensa como titular de la cátedra José Bonifacio en la Universidad de São Paulo, donde decidí dedicar el año de trabajo con sus investigadores a explorar cuáles son los problemas de la crisis de gobernanza que afecta a los poderes del Estado nación tal como lo conocemos: al ejecutivo, al legislativo y al judicial. El libro ¿Quién manda aquí? que acabamos de publicar recoge estas reflexiones y añade aportaciones de académicos relevantes con el objetivo de ayudar a definir mejor las preguntas que nos afectan colectivamente y arrojar alguna luz sobre posibles respuestas.
Cómo hacer más efectivo el poder ejecutivo, más eficaz la representación del poder legislativo o cómo evitar la creciente judicialización de la política (y de vuelta, la politización de la justicia), que es lo que llamaron el gobierno de los jueces en época de Roosevelt, son factores endógenos relevantes que analizamos en el libro. También la globalización o la erosión del poder del Estado nación, que exige otros mecanismos de gobernanza global y de solidaridad, para que viviendo en una economía de mercado no lo hagamos en una sociedad de mercado.
Pero lo que hoy nos pasa y se ha manifestado de forma tan cruenta este 2016, de Trump a los refugiados, es también una crisis de valores. Quizá parte de la crisis de gobernanza de la democracia representativa sea una crisis del fundamento de la vida en democracia, que es el diálogo. No monólogos sucesivos, sino el esfuerzo para comprender al otro, dentro del respeto al marco legal existente, incluso para reformar ese marco legal y, desde luego, dentro del respeto al pluralismo de las ideas propio de las sociedades libres. Mi reflexión, que prioriza la defensa de los valores de esta democracia, la única que conocemos, con la intermediación de los representantes de los ciudadanos elegidos a través del voto, me lleva a explicar ese compromiso cada vez más fuerte con el modelo que tenemos, sin dejar de buscar elementos correctores.
Se trata de responder a los desafíos sin prostituir el valor de la democracia. Y la reflexión también tiene mucho que ver con el espacio socialdemócrata que habito. La gente se frustra con la democracia cuando se la presenta como la solución ideológica a sus problemas. La democracia no es una ideología, es una manera de organizar la convivencia para que los Gobiernos sean representativos. Así que diré una cosa que suena brutal y que matizaré enseguida, pues si no lo hago se quedará en el titular: la democracia no garantiza el buen gobierno, lo único que garantiza es que podemos echar al Gobierno que no nos gusta. Esa es la gran diferencia con la dictadura.
Ahora bien, la ventaja de la democracia como forma de organizar la convivencia es que, a medio y largo plazo, siempre aporta un valor muy superior, en términos de respuesta a las necesidades ciudadanas, que los sistemas autoritarios o totalitarios. Por eso digo que, aunque no garantiza el buen gobierno, nos permite echar a los que lo hacen mal, y como a los gobernantes no les gusta que les echen, tratan de hacerlo lo mejor posible y corregir sus errores. Necesidad que difícilmente tienen los autócratas, que siempre pueden echarles la culpa a otros, despreciando la opinión de los ciudadanos.
Mi compromiso de fondo se basa en la convicción de que la gente que no piensa como yo depende de la democracia para desarrollar sus ideas, para realizar sus proyectos políticos. Y puestos a confesar creencias de fondo, les diré que creo que la moderación es la virtud de los fuertes. Cuanto más gritón e inmoderado es un líder político, más débil es en el fondo, porque el grito trata de compensar la falta de convicción, la falta de compromiso real. Lo fácil es gritar, lo efectivo es dialogar para tratar de articular los distintos intereses que definen sociedades complejas como las nuestras. La moderación es el caldo de cultivo para el desarrollo de la convivencia democrática.
Y cuando he puesto de manifiesto esta realidad, como por ejemplo en Venezuela, me descalifican diciendo que defiendo a la “derecha contra un Gobierno de izquierdas”. No es verdad, lo que defiendo es la democracia frente al autoritarismo, la libertad frente a la opresión, y no me condiciona que ese autoritarismo se califique de izquierdas o de derechas. No se puede ser rebelde contra el autoritarismo de derechas y obsecuente con el autoritarismo de izquierdas, porque para nosotros es la misma muerte, el mismo espacio que desaparece.
La defensa de la democracia pues, no como valor ideológico, sino como el mecanismo más respetuoso con el otro para articular la convivencia, es lo que está en la base de mi trayectoria y también de este libro que trata de encontrar mejores respuestas. Este es el combate más primigenio, el de las convicciones. Las mías siempre fueron y siguen siendo las de un demócrata convencido y, hoy, preocupado.
Fragmento de ‘¿Quién manda aquí? La crisis global de la democracia representativa’ (Debate), de Felipe González, Gerson Damiani y José Fernández-Albertos. Sale a la venta el miércoles 23 de marzo.
Babelia
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