Hágase la luz y la luz se hizo
El cineasta y director de fotografía acumula cinco premios Goya
Este cineasta, director de fotografía, José Luís Alcaine, vino al mundo precedido por una escena a medias entre género negro y película de Berlanga. Sucedió en plena Guerra Civil en Tetuán donde su padre, que había sido el creador técnico de radio Dersa, la emisora local, fue condenado a muerte, acusado de haber prestado una pequeña ayuda a viudas de fusilados. En la cárcel de El Hacho de Ceuta se pasó siete meses esperando su ejecución. Cada madrugada un esbirro entraba en el pabellón repleto de presos hacinados y leía la saca de los que iban a ser fusilados a continuación. Una mañana al oír su nombre pensó que le había llegado la hora, pero el esbirro lo llamaba porque radio Dersa, por donde emitían sus consignas patrióticas los nacionales, se había estropeado y este socialista condenado a muerte era el único que sabía arreglarla. Así salvó la vida el padre. Así pudo venir su hijo José Luís en 1938 a un mundo en llamas.
A los tres años desde Tetuán, siguiendo la ocupación franquista, su familia se trasladó a Tánger y allí se quedó cuando la ciudad adquirió su estatus internacional. En Tánger existía una educación francesa, española, inglesa, italiana, hebrea, árabe y norteamericana. Alcaine fue inscrito en la escuela francesa junto con unos treinta alumnos de todas las razas, judíos y musulmanes, ingleses y suizos, que convivían sin ningún problema. Juntos jugaban en la calle, iban al cine y se bañaban en la playa. En ese tiempo Tánger ya amparaba a una comunidad mítica de escritores, aquella generación beat de viajeros, aves del paraíso, que tenían parada obligatoria en los almohadones de unos cafés legendarios de aquella ciudad internacional. Por ese jardín cerrado deambulaban Paul y Jane Bowles, Jean Genet, Allen Ginsberg, Kack Kerouac, Truman Capote, Tennessee Williams y William Burroughs, atraídos mutuamente por la permisividad sexual. Puede que el joven Alcaine viera a aquellos personajes con sombreros blandos y trajes flácidos de color manteca fumando pipas de kif en algunas terrazas del zoco y oyera hablar de sus fiestas secretas, pero entonces era un joven aprendiz, que trabajaba en la tienda de radio electrónica y en el pequeño laboratorio de fotografía de su padre, un hombre por otra parte especial, ya que siendo hijo de albañil tenía la casa llena de libros, había fundado un cine club y coleccionaba revistas inglesas y norteamericanas de fotos, que Alcaine hojeaba ávidamente, obsesionado por el mundo de las imágenes. Su trabajo entre 1946 y 1959 consistía en revelar los primeros carretes en color, retocar y encuadrar retratos de parejas, bodas, bautizos y niños en el parque.
Al principio de los sesenta Tánger dejó de ser internacional, y ya solo quedaban los que todavía no habían decidido marcharse. Emilio Sanz de Soto, crítico e historiador de arte, amigo de su padre, impulsó al joven Alcaine a irse a Madrid a estudiar en la Escuela de Cine. Lo demás ya se sabe, 141 películas, cinco goyas, premio a la mejor fotografía europea por Volver, de Almodóvar, dos cóndor de plata, entre otros galardones.
Ahora al evocar aquel tiempo del Tánger cosmopolita, que el viento se llevó, no puede evitar la melancolía. Cuando alguna vez vuelve por allí de visita ya no encuentra ningún asidero en la memoria. Las librerías francesas y españolas han desparecido, los cines no proyectan películas europeas y ya no hay ningún superviviente en los comercios y en los bares que frecuentaba.
Obsesión por la imagen
En su primer viaje a París, en 1965, Alcaine compró una reproducción del Guernica, que estuvo presidiendo el salón de su casa 18 años. Durante ese tiempo no hizo sino analizarlo hasta el último detalle. Su obsesión por las imágenes le hizo descubrir un hecho insólito. Cuando pasaron en 2006 en la segunda cadena de TVE Adiós a las armas, película de Frank Borzage de 1932, con Gary Cooper y Helen Hayes, este cineasta, director de fotografía, pegó un salto en el sillón. En la secuencia del bombardeo de la carretera, Alcaine descubrió que estaban con un mismo travelín de derecha a izquierda todas las imágenes del Guernica: el caballo relinchando, la mujer que clama al cielo, el dibujo en la puerta del fondo, el incendio de la casa, el muerto yacente con la mano abierta hacia el cielo, el sable roto, la oca que grita, la mujer con el niño en el regazo y otra que huye con los brazos abiertos. Y el toro, que según su teoría, es el autorretrato del propio Picasso, como ya se pintó otras veces, presidiendo su obra. “Yo no busco, yo encuentro”, decía Picasso, y puede que fuera verdad en este caso.
Alcaine es un místico de la luz, que ha bebido de Caravaggio, de Tiziano, de Velázquez, de los matices del infinito amarillo de Rembrandt y de los lienzos la ha llevado a la pantalla. Obsesionado en descubrir su sentido se ha convertido en un clásico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.