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El hombre que fue jueves
Columna
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Mi héroe: Antoine

Un hombre de teatro que era el fuego, la vida y el sentido desnudo de las frases

Marcos Ordóñez

En tiempos de penuria y desaliento conviene reivindicar la pasión del gran Antoine. Me fascina este obrero, empleado de una fábrica de gas, que se convierte en “el revolucionario de la puesta en escena y el gran hombre del teatro francés”, como dijo Sacha Guitry, un hombre poco dado al elogio. Jacques Copeau tampoco se quedó corto: “Es el gran maestro vivo. Un hombre de acción, sincero, honesto y valiente. El patrón. No existe otro”.

Todo es insólito en Léonard André Antoine (1858-1943) quien descubrió su vocación viendo un Shakespeare montado por el Meiningen Ensemble de Ludwig Chronegk. Formó un grupo amateur con sus compañeros de la fábrica y les propuso dramatizar una novela de Zola. Cuando le dijeron que no, respondió: “Muy bien, crearé mi propio teatro”. Y lo hizo: el Théatre Libre, que abrió sus puertas en 1887 y sostuvo gracias a suscripciones de particulares. Buscaba un teatro social y popular, en las antípodas del boulevard imperante. Jules Renard, de quien adaptaría Pelo de zanahoria, fue uno de los primeros en detectar que algo muy importante estaba pasando en la escena parisina. Leo en su diario: “Antoine es el fuego, la vida, el sentido desnudo de las frases”. Adaptó también a Balzac y Maupassant; introdujo en Francia a Ibsen y Strindberg; representó textos de Gogol, Pushkin y de Hauptmann. Abrió la puerta a muchos autores jóvenes de la época: 120 obras de 51 dramaturgos nuevos, cuentan las crónicas. Su proyecto como director, inspirado en Chronegk, se centró en el trabajo conjunto de la compañía. Todos tenían que mantener el mismo nivel de excelencia, a diferencia de muchos colegas, meros comparsas en torno al primer actor o la primera actriz. Propugnó una dicción “natural”, huyendo de lo declamatorio. Sus decorados eran modernos, realistas hasta en los menores detalles. Y con iluminación eléctrica, cosa que provocó escándalo. Gaston Baty escribió: “Acabó con los artificios de las viejas fórmulas, con los trucos, los golpes de efecto, las complicaciones innecesarias, con la ampulosidad y la verborrea. Creó el gusto por las puestas en escena simples, rápidas y, sobre todo, verdaderas”.

No fue un camino de rosas. En 1894 tuvo que cerrar el Théâtre Libre porque se arruinó, pero volvió a abrirlo en 1897 bajo el nombre de Théâtre Antoine. En 1906 se pone al frente del Odéon. Esta vez opta por una programación de clásicos, encabezada por Shakespeare, Racine y Moliére, pero sin olvidar a los jóvenes dramaturgos. En siete años lleva a cabo nada menos que 364 montajes. Vuelve a arruinarse y abandona el teatro, fascinado por el cine naciente. Entre 1915 y 1922 rueda ocho películas en escenarios naturales con actores no profesionales, anticipando las formas del neorrealismo y la nouvelle vague. Desde 1919 hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial se dedica a la crítica de cine y teatro en L’Information y Le Journal. Muere en 1943, a los 85 años. Sus grandes discípulos escénicos serán Jacques Copeau y el Cartel de los Cuatro: Charles Dullin, Louis Jouvet, Gaston Baty y Georges Pitoëff. ¡Admirable Antoine!

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