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PREMIO CERVANTES 2016
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Laberintos y sarcasmos

En el humor que roza la farsa, Mendoza se parece mucho a quien da nombre al galardón

José-Carlos Mainer
Mendoza, en la rueda de prensa que ofreció en Londres tras ser premiado con el Cervantes.
Mendoza, en la rueda de prensa que ofreció en Londres tras ser premiado con el Cervantes. JUSTIN TALLIS (AFP)

Es la primera vez que el Premio Cervantes se acerca a un escritor hispánico nacido en los años cuarenta. Y si esto confirma la entrada de sus coetáneos en la estricta lista de los galardonados, reconozcamos que el inicio no puede ser mejor. Pero tampoco pensemos en otros escritores de una lista que aquí y en América es muy amplia. Ni se infiera del acierto que se han elegido en Eduardo Mendoza los rasgos representativos de su generación. Escritor discreto donde los haya, poco aficionado a foros mediáticos y a declaraciones, algo de su personalidad y su escritura coinciden con la de otros escritores de su edad: es barcelonés por nacimiento y por frecuentación de la ciudad como tema; cultiva un humorismo sarcástico que tiende a iluminar, sin embargo, ámbitos sentimentales donde abundan la frustración y el patetismo. Pero Mendoza no representa a nadie. Se dio a conocer por una novela, La verdad sobre el caso Savolta, que escribió en Nueva York y que era insólita en unos años de impasse narrativo que no resolvían las narraciones experimentales. La de Mendoza jugaba atinadamente con los usos de la cronología interna, pero todo lo demás era nitidez de estilo, precisión de ritmo, y esto hizo buena la consabida proclamación de una “nueva narratividad”. Aunque había que tener en cuenta que, dentro de aquel artilugio, se agazapaban ya la huella de la novela de misterio, el regreso a la novela histórica (de distancia corta, al modo de la de Baroja) y algún destello de imaginación libre, que volaba más allá del realismo como de racionamiento que había poblado la narrativa española en los últimos años.

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El mundo de relatos de Mendoza que creció a partir de ahí guarda una coherencia que no tiene nada que ver con la rutina. La novela de la Barcelona histórica se desplegó en La ciudad de los prodigios; el relato de aventuras e indagaciones lo hizo en El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas para reaparecer con mayor complejidad y ambición en La aventura del tocador de señoras y ahora mismo en El enredo de la bolsa y la vida y en El secreto de la modelo extraviada, cada vez más rico de sátira y de personajes caprichosos, siempre con ese detective que es tan anónimo como cargado de involuntarios significados subversivos. Las dos últimas novelas son ya un personal pliego de cargos contra una Barcelona esnob y ruin, tan falta de decoro como horra de sentido del ridículo. Pero la crítica moral de su ciudad ya estuvo en Una comedia ligera, que trata de la baja posguerra; en Mauricio o las elecciones primarias, que es un diagnóstico desazonado de la transición política, o en las preciosas narraciones breves de Tres vidas de santos.

En el pesimismo tocado de piedad por sus semejantes, en el humor que roza la farsa, en la debilidad por los personajes desvalidos, Mendoza se parece mucho a quien da nombre al galardón que ha obtenido: también por esto, otorgárselo ha sido una excelente idea.

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