La gran cocina del mundo
Un espectacular trabajo coral, en cuyo discurrir bullicioso se difuminan los conflictos dramáticos
El espectáculo de la fuerza laboral en ebullición. La cocina como trinchera, donde se desgasta un batallón enharinado: afanes, sartenes flamígeras, pasiones latentes y estallidos de violencia. Arnold Wesker, dramaturgo nacido en una familia proletaria, comunista y judía, convierte el corazón de un gran restaurante de su Londres natal en una alegoría de las relaciones de producción en el seno del capitalismo.
La cocina
Teatro coral: 26 actores que no paran, pasándose la palabra y los peroles para mostrar que los conflictos entre nacionales e inmigrantes, inconformistas y sumisos, personal de cocina y de sala, difuminan el conflicto esencial entre empresario y empleados.
Reparto tan numeroso debiera ser la tónica en las producciones de los teatros públicos: hoy es excepcional. Ojalá se reabra el camino en adelante. El director Sergio Peris-Mencheta y Curt Allen Wilmer, escenógrafo, han instalado el escenario en la platea, con el público a cuatro bandas, alrededor de un sinnúmero de fogones y de mesas de cocina. Su montaje se inspira en el memorable que Ariane Mnouchkine y el Théâtre du Soleil representaron en el Circo de Montparnasse (1967), y en la Renault, Citroën, Kodak y otras fábricas ocupadas en mayo del 68.
La cocina es inactualizable, porque el sitio de Marango, propietario paternalista, creador de empleo fijo, está siendo hoy ocupado aceleradamente por partidarios de la elasticidad laboral ilimitada. El montaje de Peris-Mencheta, que nos sumerge en la posguerra mundial, tiene empaque visual y coreográfico, y belleza plástica, subrayada por la luz de Valentín Álvarez. Sus intérpretes reproducen con suma certeza el discurrir bullicioso de pinches y cocineros, la urgencia imperativa de las comandas y el desgaste psicológico que acarrea tanta tensión.
Todo lo coral está francamente bien resuelto, a despecho de lo dramático: al encontrarse saturado de menaje el escenario, el director ha desplazado alguna de las disputas dialécticas importantes a sendos pasillos periféricos, donde su intensidad y contenido quedan difuminados por la distancia, la sobreamplificación (la voz parece venir a veces de un lugar indeterminado) y la distracción que produce el ajetreo del resto del reparto. Como en los circos de tres pistas, falta un foco preciso por momentos.
Tal cual sucedía en el montaje de Mnouchkine, la mímica con que se pela, trocea, condimenta y cocina la materia prima es tan fidedigna que el público tarda en apercibirse de que no hay comida sobre las mesas: solo baterías y vajilla. Entre el coro femenino, tendente a lo uniforme, destaca la poderosa Bherta de Paloma Porcel. En el masculino, mejor individualizado (porque tiene más texto y una caracterización más variada), sobresale el neurasténico Peter de Xabier Murua, que se resiste con fuerza a convertirse en eslabón de la formidable cadena de montaje.
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