El cervantismo de Javier Marías
Los apuntes quijotescos de Marías son los de un buen profesor, pero probablemente no hubieran llegado a la imprenta de no deberse a uno de los más conspicuos novelistas del momento
Hay cervantistas advenedizos como un servidor y cervantistas de raigambre como Javier Marías. En Negra espalda del tiempo, Javier evocaba sin graves infidelidades una conversación nuestra en Vitoria, en otoño de 1985, en la que auguraba que con el paso de los años quedarían anticuados todos mis estudios “sobre el Lazarillo de Tormes o sobre el Quijote”. Le di la razón por cuanto tocaba al relato apócrifo, pero no al cervantino, por la sencilla razón de que para entonces yo no había escrito ni una línea sobre él, ni le había prestado la menor atención filológica (ni lo haría hasta más de un decenio después). Marías, por el contrario, era ya el autor del texto que ahora se publica con el título El “Quijote” de Wellesley (Alfaguara).
El volumen, cien páginas de generosa tipografía, transcribe las “notas preparatorias” del curso (SPA 302) que Marías profesó en 1984 en el Wellesley College, una de las prestigiosas “Siete hermanas” universitarias de los Estados Unidos, reservadas (todavía) a mujeres. Allí mismo había dictado Nabokov unas atrabiliarias Lectures on “Don Quixote”, testimonio de un inevitable rechazo instintivo y de un reconocimiento histórico no menos inevitable. Es lo que se espera de un creador cuando se viste de crítico: que exprese sus opiniones más personales, y por ende dé claves para entender su propia obra.
Los apuntes quijotescos de Marías son sin duda los de un buen profesor, pero probablemente no hubieran llegado a la imprenta de no deberse a uno de los más conspicuos novelistas del momento y ser, pues, propicios a brindar algunas de las claves antedichas. Las hay, desde luego. Quizá la más notable es la insistencia en reconocer en el Quijote “la superioridad del arte sobre la realidad”, en verlo como suprema muestra de la literatura que busca “convertirse en vida” y en presentar al héroe en cuanto “artista o autor de su propia biografía”, en quien la locura es una dimensión más de su “talante artístico”.
La mayoría de las notas consisten en meros subrayados de un pasaje o una escena y solo por excepción se extienden a más: así la acertada glosa al episodio de Andrés y Juan Haldudo, que podría pasar por la página de una novela de Marías, con el sólito trasiego entre la narración y el ensayo. Pero incluso en su brevedad son muchas las acotaciones iluminantes: por ejemplo, sobre el diverso alcance de los plantos de Sancho por la muerte —supuesta o real— de su amo, o sobre la hipótesis de que en la multiplicidad de fingidos autores haya que identificar la acción de un “mago implícito”.
Con todo, si tuviera que resumir el carácter del libro, recomendándolo como lo hago, optaría por decir que es un excelente compañero para el lector del Quijote, que amigablemente, sin agobios, a pinceladas, va resaltándole logros, sugiriendo enfoques, mostrando en suma “caminos y carreras” (I, 2). Igual que Javier hubo de serlo para las gentiles mozas de 1984.
De un tiempo a esta parte Marías ha dado en la flor de hacer aparecer en sus ficciones, como editor del Quijote o siempre en conexión con él, a un cierto “Profesor Rico” al que asigna el papel de “figura de donaire” o “gracioso” (según lo llamaba Lope de Vega). Es una tomadura de pelo entre amigos, que el Profesor conlleva con su consabida cachaza de no fumador, porque le consta que los lectores agradecen esos paréntesis o islotes de humor en la circunstanciada, implacable prosa de Marías. Ni que decirse tiene que se trata de una esforzada imitación de Cervantes.
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