¿Por qué es tan difícil hacer cine de terror en México?
En la nueva edad dorada de los cineastas mexicanos, este género supone uno de los mayores retos
El género tiene muchísimo éxito: cada año, varias películas de terror se sitúan entre las más taquilleras del país, recaudando millones de dólares, pero todas son extranjeras. Si el género tiene tanta audiencia, ¿por qué es tan difícil hacer terror mexicano hoy en día? Han pasado casi 10 años desde el último gran éxito comercial: Kilómetro 31 de Rigoberto Castañeda que recaudó casi 11 millones de dólares en 2007.
La fórmula clásica del terror comercial se basa en la siguiente premisa: la normalidad es amenazada por un monstruo. Cada película describe un monstruo distinto, pero todo empieza como una acampada normal, una familia normal, un pueblo normal o una casa normal, que se ve atacada por espíritus, vampiros, zombies, o asesinos seriales. La cuestión es que uno de los pilares del terror son estereotipos que cualquier espectador pueda identificar rápidamente.
En cambio, México es un país de increíbles contrastes, diferencias y variedad: lo que se pueda considerar normal en un suburbio trabajador de una ciudad chiapaneca no tiene demasiado en común con la clase media chilanga o con unos terratenientes norteños. Ya sean diferencias de clase, raza, región, cultura o incluso idioma, es difícil encontrar estereotipos sociales con los que toda la República se pueda identificar.
Por lo tanto, una película de terror mexicana se ve obligada a explicar quién es quién. En una película gringa, basta con mostrar a un chico con el suéter del equipo de fútbol de la escuela de la mano de una rubia con uniforme de porrista para saber que se trata de la pareja popular del instituto. Para establecer los mismos personajes en México, habría que explicar todo tipo de matices locales, sociales o culturales para transmitir algo tan sencillo.
En el cine de terror, el manejo de los tiempos y el ritmo es crucial: la diferencia entre una escena aterradora y una aburrida muchas veces se reduce a los tiempos que le otorgues a las distintas imágenes. Así que invertir el 10% de tu película en una aburrida explicación sociológica sobre el trasfondo social de tus personajes te roba de valiosos minutos y desinfla el trepidante ritmo del terror.
Quizá porque México no posee una maquinaria como Hollywood que manufacture experiencias comunes a escala industrial, o porque en su historia las diferencias no se han erradicado sino negociado, el caso es que hacer terror en México es difícil porque cuesta establecer lugares comunes para toda la población.
Kilómetro 31 consiguió unir tres elementos cruciales que contribuyeron a su éxito: la familia, la carretera y la Llorona (una leyenda popular mexicana sobre el fantasma de una madre que ahogó a sus hijos y cuyos lamentos aún se pueden escuchar por la noche); tres conceptos que sí están presentes en las vidas o recuerdos de una gran mayoría de mexicanos.
Hay gente inclinada a pensar que la reciente escasez de terror mexicano se debe a la cruenta guerra contra el narco o a los crecientes índices de criminalidad: con noticias repletas de asesinatos en las calles o carreteras, nadie quiere ir al cine a pasar miedo.
Pero esta tesis es equívoca: el cine de terror, como cualquier espectáculo, es esencialmente reconfortante porque muestra actos terribles pero siempre contenidos dentro de la película. El espectador puede vivir una pesadilla, pero ésta acaba en cuanto sale de la sala de cine. Aporta una ligera sensación de control, de bienestar.
En un clima de inseguridad, caos o desesperanza, quizá algo como el terror comercial mexicano podría ser hasta terapéutico: un refugio de la realidad donde los fantasmas, zombies o vampiros, nunca pueden alcanzarte.
Babelia
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