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'IN MEMORIAM'

Luis Izquierdo, un poeta que sabía admirar

El creador y docente asimiló las mejores vetas de la poesía alemana y anglosajona

Luis Izquierdo, poeta y profesor de literatura.
Luis Izquierdo, poeta y profesor de literatura.CONSUELO BAUTISTA (EL PAÍS)

En sus clases, Luis Izquierdo solía citar los versos de Juan Ramón Jiménez “…y yo me iré / y se quedarán lo pájaros / cantando” para quedarse luego un instante callado, levantar la mirada, contraer el gesto en un amago de sonrisa y soltar: “¡hombre, faltaría más!”. El recuerdo de ese sentido del humor que nunca le abandonó es lo que ahora nos alivia, cuando es él quien se ha ido. Luis Izquierdo fue, por encima de todo, un ser humano extraordinario, bueno, generoso, virtuoso de la amistad y un gran maestro. Su trayectoria intelectual fue felizmente heterodoxa y radicalmente independiente. Se licenció en germánicas con una tesina sobre La muerte de Virgilio de Hermann Broch –autor al que nunca dejó de volver– para acabar como catedrático de literaturas hispánicas en la Universidad de Barcelona, un departamento que oxigenó con su vocación de comparatista, su gusto por la pintura y sus detallados conocimientos de la tradición europea, de Flaubert a Kafka, de Eliot a Montale. Su irreductible manera de ejercer la docencia recordaba a la de un profesor europeo exiliado en alguna universidad norteamericana, un estilo al que sin duda contribuyó su estancia –en los años sesenta, junto a su mujer, Anna, una época que siempre evocaba con nostalgia– en Cincinnati y Washington, donde enseñó literatura española. Físicamente recordaba a W. B Yeats, un poeta que a menudo aparecía en sus clases sinuosas, llenas de excursos y digresiones que convertían un comentario acerca de Jorge Guillén en una lección magistral sobre Wallace Stevens, un vuelo crítico que le convirtió, junto a Jordi Llovet, en el mejor profesor de literatura moderna de aquella facultad. Por eso íbamos a escucharle alumnos de todas las filologías, hartos de la rutina académica y de la falta de ambición intelectual que él mismo lamentaba. Una vez le dio a un compañero matrícula de honor simplemente porque identificó una cita de Flaubert en el capítulo de los comicios agrícolas de Madame Bovary. Su expresión de reconocimiento y sorpresa ante aquel alumno es uno de los recuerdos más perdurables de su calidad como profesor. Luis tenía la rara virtud de saber admirar. Cuando leía algo que le gustaba de algún contemporáneo, se apresuraba a escribirle una carta de agradecimiento. A él se le podrían dedicar los versos que W. H. Auden escribió a la muerte de Yeats: “En la prisión de sus días / enseña al hombre libre cómo alabar”.

Luis Izquierdo fue también un excelente poeta, difícil de encasillar, desligado de capillas y escuelas. Educado en el tono de Pedro Salinas, no se encontró cómodo hasta que supo asimilar algunas vetas de la poesía alemana –pienso en Brecht, pero también en Gottfried Benn– y, sobre todo, de la anglosajona. Siguió muy de cerca a algunos poetas de la generación del 50, como Gabriel Ferrater, Gil de Biedma y Carlos Barral, cuyos poemas urbanos, sobre todo, comentaba siempre con detalle. La influencia de Barral es particularmente perceptible en algunos de sus mejores poemas, como en el que escribió a su muerte y cuyos versos finales nos sirven ahora de envío a su sombra: “La acacia es la memoria, con la fuga / latente en sus poemas, / y dibuja la imagen abolida / de retornar al diálogo / suspenso en el vacío de la escena”.

Hace apenas tres años, Carmen Balcells le organizó una comida en su casa, con motivo de su setenta y siete cumpleaños. Fue un día muy feliz, para él tanto como para Anna, sus hijos y sus buenos amigos. Carmen, con su maravilloso talento operístico –era otra persona que de verdad sabía admirar– cubrió las paredes de su piso en la Diagonal con fotos ampliadas de Luis en distintos momentos de su vida. Él estaba muy azorado y emocionado, algo insólito en su carácter. Rosa Novell leyó a los postres “Letanías profanas”, uno de los mejores poemas de amor de la segunda mitad del siglo XX. Terminada la lectura, Luis se levantó para dar las gracias en un discurso en el que citó a Philip Roth, a Brecht (“escribir, plantar, viajar, cantar, ser amable”) y que concluyó con un alegato en contra de la “extirpación de la imaginación”. Fue su última clase. Y así, en pie y lúcido contra la muerte, es como le recordaremos siempre, mientras enviamos todo nuestro calor a Anna y sus tres hijos.

Andreu Jaume es editor y crítico literario.

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