De regreso al ‘Nautilus’
Uno dejaba de leer a Verne igual que dejaba de llevar pantalón corto. Yo volví a encontrarlo con los años y recordé la vocación que había despertado en mí
En el tren que me llevaba de París a Nantes, por la orilla del Loira y los campos opulentos de Francia, iba leyendo Veinte mil leguas de viaje submarino. Era uno de esos azares de los que está hecha una vida de lector voluble. Viajaba a la ciudad natal de Julio Verne leyendo su novela tal vez más perfecta, y como mi afición a la lectura es tan congénita, tan primordial, como mi afición a los trenes, a esos trenes espléndidos que cruzan Europa, iba como en un trance sereno de felicidad, mirando esos ríos y esas llanuras verdes y otoñales de Francia, sumergido en la lectura y en la velocidad del tren como el capitán Nemo y el profesor Pierre Aronnax en la biblioteca del Nautilus, que es un salón con dorados y terciopelos del Segundo Imperio en el que se abre de pronto, como un cortinaje de teatro, un ventanal que da a los paisajes y a las criaturas del fondo del mar.
En Nantes tenía el proyecto de aprovechar unas horas libres para visitar el museo dedicado a Julio Verne. La novela había empezado a leerla, con cierta curiosidad sentimental, unos días antes, dando distraídamente por seguro que al cabo de tantos años no iba a encontrar en ella la emoción que me había deparado cuando la descubrí y a lo largo de las lecturas reiteradas que hice entre los 11 y los 14 años. Como Cervantes y Mark Twain en muchos países y durante mucho tiempo, Julio Verne ha sido una lectura juvenil, en el sentido trivial y simplificador de la palabra. Digo trivial y simplificador porque así lo eran las traducciones, adaptaciones más bien, en las que esos escritores llegaban a nosotros. Verne, igual que Twain o Cervantes, es tan original que su poesía sobrevive hasta a las versiones más torpes, en parte porque el fulgor de sus historias y sus personajes no hay manera de empañarlo, en parte también porque el empobrecimiento de las adaptaciones y de las traducciones mediocres lo suple sin ningún esfuerzo la fervorosa imaginación poética de los lectores muy jóvenes.
Uno dejaba de leer a Verne igual que dejaba de llevar pantalón corto. Yo lo volví a encontrar años después, en las traducciones íntegras y muy cuidadas de Miguel Salabert que publicaba Alianza. Pero uno andaba ya en otras cosas, y en esas lecturas de Verne había sobre todo una especie de arqueología personal. Cuando uno es joven y ya adulto quiere alejarse cuanto antes de la adolescencia —al menos, lo quería—, y tiene prisa por formarse una educación del todo contemporánea. El antiguo lector de Verne quería serlo ahora de Faulkner y de Julio Cortázar, de Juan Marsé y de Borges y Onetti, y el capitán Nemo se le quedaba muy lejos.
Lo que me importaba entonces de Verne era el recuerdo más que la lectura; el recuerdo del asombro y de la vocación que había despertado en mí. En mi casa había una sala recogida con una mesa camilla, unas sillas de respaldo recto y un reloj de péndulo, una ventana que daba a una calle empedrada. Aún no habían llegado el televisor ni la nevera, que las familias de entonces no ponían en la cocina sino en la habitación en la que se sentaban las visitas. Me habían regalado una edición de Veinte mil leguas de viaje submarino, sin ilustraciones, probablemente íntegra, de la editorial Sopena, que publicaba libros de bolsillo muy baratos que estaban en todas las papelerías. El reloj de péndulo daba las horas, las medias y los cuartos con un retumbar solemne. Me senté a leer junto a la ventana, con una luz de mañana nublada que quizás inventa el recuerdo. Levanté la cabeza del libro cuando me llamaron a comer. Eran las dos. Desde las diez yo no había oído los cuartos, las medias ni las horas. La lectura me había sumergido en un silencio tan submarino como el del interior del Nautilus.
El capitán Nemo era el personaje más poderoso que yo había encontrado nunca, en gran parte porque en la novela no llegaba a saberse casi nada sobre él. Se llegaba al final y el misterio se agrandaba en vez de disiparse, y parecía que se hiciera definitivo. No me quedaba más remedio que volver al principio. Uno o dos años después cayó en mis manos la otra novela de Verne que me causó más impresión, La isla misteriosa. Creo que es el libro que he leído más veces en mi vida. Cuando aparecen en ella el capitán Nemo y el Nautilus, como fantasmas del Hades en la Odisea o en la Eneida, conocí uno de los grandes estremecimientos que me ha deparado la literatura. En la primera novela que escribí, el personaje en sombras que sostiene la trama y que cerca del final parece que vuelve de la muerte era un trasunto del capitán Nemo.
Con La isla misteriosa, de Julio Verne, conocí uno de los grandes estremecimientos que me ha dado la literatura
Es triste que el tiempo pueda volverlo a uno resabiado y condescendiente, sin volverlo sabio. Julio Verne había modelado mi imaginación y me había hecho darme cuenta por primera vez de que las novelas existen porque alguien se ha tomado el trabajo tenaz de escribirlas, y de que ese era un oficio al que merecía la pena dedicar la vida. Pero con los años, sin volver a leerlo, supuse que era un escritor tosco, y que la poesía de sus libros estaba sobre todo en los títulos. Me parecía ingenioso lamentarme de que las mejores novelas de Verne no las hubiera escrito Baudelaire.
En el tren hacia Nantes entendí con fervor, con gratitud, con remordimiento, que muchas páginas de Veinte mil leguas de viaje submarino son tan arrebatadoras como si las hubiera escrito Baudelaire: que sin la menor duda Verne conoció los poemas de Las flores del mal, igual que está fuera de duda que leyó a Allan Poe en las traducciones de Baudelaire. El grito libertario de Baudelaire: Homme libre, toujours tu chériras la mer!, podría ser la consigna del capitán Nemo, que buscaba en los mares una libertad a salvo de todos los tiranos de la tierra firme. Toda la novela es una gran “invitación al viaje”, y a lo que más se parece ese templo de vivientes pilares que según Baudelaire es la naturaleza, ese bosque de símbolos que atraviesan los seres humanos, es a los otros bosques submarinos que exploran el capitán Nemo y los suyos, con sus escafandras y sus zapatos de plomo, alumbrados por lámparas eléctricas portátiles y por el gran reflector del Nautilus. Baudelaire y Verne vivieron en París al mismo tiempo; tuvieron el mismo editor; fueron los dos amigos del fotógrafo Nadar, que se hizo construir un globo y le dio en él a Verne un paseo sobre los tejados de la ciudad. Años después, hacia 1920, James Joyce y Marcel Proust compartieron un taxi en París, y parece que no se dijeron ni dos palabras. Me gusta imaginarme a Julio Verne y a Charles Baudelaire acodados juntos en la barquilla de un globo, semejantes y tal vez extraños, unidos por una afinidad que su aspecto exterior escondía.
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