Veinte mil lenguas
1 - Dejo por unos días la lluviosa Nueva York y viajo a Saint-Nazaire, en la costa atlántica francesa, lo que me obliga a pasar primero por París y después por Nantes. Dejo un Nueva York eufórico por el triunfo de Obama, una ciudad ya con tempestades de otoño y donde empieza a despedazarse el gran gigante de 2666, la novela de Bolaño que The New York Times acoge con gran entusiasmo y con una absurda errata biográfica que podría haber sido evitada: le adjudican a Bolaño un pasado heroinómano al decir que murió en España en 2003, "de enfermedad del hígado atribuible al uso de la heroína en años anteriores".
Cuando llego a Nantes, llueve tanto como en Nueva York. Me pregunto si he llegado de verdad. De hecho, mi destino es Saint-Nazaire, a 60 kilómetros. Me acuerdo de que Vilém Vok decía que para poder pensar que realmente has llegado, primero has de llegar tú, y después que no lleguen los otros. Es una frase que me viene acompañando toda la vida y que he interpretado ya de mil formas distintas. ¿Llegaré con ella algún día a algún lugar? Lo cierto es que Nantes es para mí un sitio de paso, lo que no evita que me acuerde de Bárbara cuando cantaba: "Il pleut sur Nantes / Donne-moi la main / Le ciel de Nantes / rend mon coeur chagrin". Desde entonces, la leyenda dice que el cielo de Nantes siempre está encapotado. Pero a esta ciudad la he visto también en pleno verano, y sé que entonces un horrible sol de plomo surge como del centro de un volcán del interior de la tierra. En esos días, es como si la naturaleza quisiera hacer un esfuerzo y acordarse de Jules Verne, nacido aquí en Nantes, en esta ciudad a la que sólo parece darle sentido la lluvia mientras que el sol la desfigura.
Estoy en Nantes, pero aún no he llegado. Y cuando esté en Saint-Nazaire, creo que tampoco podré pensar que he llegado. Cuando me encuentre en Saint-Nazaire me preguntaré por qué tengo que viajar tanto si, encima, tal como me dijera un amigo el otro día, ya ni es elegante viajar. Por lo visto, desde que se ha masificado el turismo, no es de buen tono viajar y las personas elegantes -así como los ricos, que casi nunca son elegantes- no se trasladan ni en broma. Será por el cansancio, pero me deprime pensar que a partir de ahora tendré que viajar y ocultar que lo hago, porque los mismos que me recriminaban alardear de tantos viajes ahora me tratarán de pobre diablo que para trabajar se ve obligado a viajar sin parar.
2
- Estoy ya en Saint-Nazaire y quizás he llegado con la misma lluvia. Tanto la noche como esta ciudad me parecen inmensas, y me hacen pensar en alguien que un día me dijo: "Estoy mirando un plano de Londres. Y me parece misterioso que se haya levantado una ciudad tan grande cuando yo sólo necesito una habitación".
Hace dos siglos, Saint-Nazaire fue el mayor puerto francés del Atlántico. Esta ciudad fue un gran puerto comercial y también una terminal ferroviaria importante y uno de los mejores astilleros de Europa, especializados en la construcción de paquebotes de lujo.
Esperaré a mañana para vislumbrar algo, pero ya estoy deseando recorrer Saint-Nazaire a la luz del día. Aquí los nazis, en 1941, vieron en las instalaciones portuarias el lugar idóneo en el que edificar su más importante base mundial de submarinos U-Boote. Durante la guerra, la vieja terminal de paquebotes fue derribada y su lugar lo ocupó -lo ocupa, aún hoy- un monstruo de cemento que tiene una fachada de 300 metros de longitud y 18 de altura. Hace unos años, el arquitecto barcelonés Manuel de Solà-Morales convenció a las autoridades de la conveniencia de mantener el lugar tal y como estaba, sin repintarlo ni pretender camuflar su estructura militar, pero convirtiéndolo en un centro lúdico y de arte. Perforó algunas de las paredes laterales para que circulase la luz y el lugar dejase de ser una barrera entre la ciudad y el puerto. Ideó también un acceso al techo del gigantesco búnker, transformándolo en una terraza desde la que se divisa la bellísima desembocadura del río Loira.
Mañana veré todo esto. Y podré tener hasta la sensación de que he llegado a algún lugar, quién sabe si través de los caminos que abre la lluvia. Estoy al lado de la desembocadura del gran río y me emociona ya tan sólo saber que estoy aquí. Lo primero que leí de Verne fue Veinte mil leguas de viaje submarino. Ni el Capitán Nemo podía entonces imaginar que a tan escasos kilómetros de Nantes se construiría una base naval como la que se levantó aquí. Mañana iré a ver ese lugar que han reconvertido en espacio de paseo y de arte. Mañana será otro día, pero ahora me acuerdo de Julien Gracq, perfecto observador del Loira y de su desembocadura, de ese mítico paisaje fluvial y literario del que antaño salían los grandes barcos hacia América y adonde regresaban cargados de toneladas de azúcar, jengibre, cacao, tabaco y café. Días de grandes aventuras, que Verne aún llegó a capturar en el ambiente cuando aseguraba ver todavía ciertos tenues resplandores del antiguo brillo. Gracq, en cambio, ya no vio nada, ni rastro de los transatlánticos, y en los momentos más dolorosos la destrucción nazi y las noticias lejanas que le llegaban de sus extraños nuevos paisanos, los submarinos U-Boote.
Mañana me encuentro aquí con Jean Echenoz. En la calma de la noche, me dedico a terminar de leer su última novela, Correr, una bella historia sobre el velocista Zatopek. Cuando la acabe, trataré de sentir la profundidad de la noche y de esta ciudad que aún no he visto. Me protejo así mentalmente de cualquier pesadilla con submarinos. Estoy en Saint-Nazaire, y empiezo ya a sospechar que de verdad he llegado, pues, como decía alguien, la gente, aunque se desplace a 20.000 leguas de distancia, camina tan sosegadamente bajo la lluvia que pone siempre un pie detrás del otro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.