La diva del autoengaño
'Florence Foster Jenkins' se levanta sobre un gran golpe de efecto en su casting
FLORENCE FOSTER JENKINS
Dirección: Stephen Frears.
Intérpretes: Meryl Streep, Hugh Grant, Nina Arianda, Simon Helberg.
Género: biopic.
Gran Bretaña. 2016.
Duración: 111 minutos.
Desde que el 25 de octubre de 1944 la filántropa y diva del autoengaño Florence Foster Jenkins sembrase el estupor y la risa desde el escenario del Carnegie Hall, su condición de mito fundacional de la cultura basura, entendida como postmoderno activismo del gusto, no ha hecho más que crecer y consolidarse. La Jenkins era una orfebre de la nota desafinada que se percibía a sí misma como prodigiosa soprano de coloratura: su generosidad en el mecenazgo y su posición social hicieron que nadie la sacara de su error. Su figura ha inspirado por lo menos seis montajes teatrales –entre ellos, uno de producción nacional: Casta Diva de Xavier Bertran-, un documental –Florence Foster Jenkins. A World of Her Own (2007) de Donald Collup- y diversos cortos y telefilms. Era inevitable que, cuando el género del biopic ha ampliado su campo de batalla más allá de la ejemplaridad, la Jenkins acabase accediendo a su propio poema épico filmado: Florence Foster Jenkins, el biopic oficial que firma Stephen Frears, llega a las pantallas algunos meses después que la francesa Madame Marguerite de Xavier Giannoli, extraordinario trabajo que aprovechaba su condición de ficción libremente inspirada en la mítica figura para ahondar en los matices del fenómeno. Lo más llamativo –y bienvenido- de ambas películas es la entrega, afecto y cuidado que tanto sus actrices –Meryl Streep, Catherine Frot- como sus directores invierten en la evocación de una figura que trasciende la condición de diana risible.
Florence Foster Jenkins se levanta sobre un gran golpe de efecto en su casting, que asocia la excelencia (la Streep) a su contrario (la Jenkins): la forma de abordar el personaje subraya su fragilidad y cierta condición kitsch frente a esa versión Frot que sugería la posibilidad de un delirio de propia elección como estrategia defensiva en un estado de aislamiento conyugal y soledad profunda. Hugh Grant aporta un muy complejo y matizado patetismo a su encarnación de St Clair Bayfield, compañero sentimental (con doble vida) de la diva y verdadera clave de interpretación para la película. Si la apócrifa Marguerite encontraba una complicidad entre los dadás, herederos de la concepción romántica que asociaba clasicismo a opresión, Jenkins, bajo la mirada de Frears, se convierte en paradigma de excepcionalidad: ni Bayfield, ni su pianista acompañante Cosmé McMoon –respectivamente, un actor mediocre y un músico caligráfico- serían recordados si no fuese por su acercamiento a esta criatura irrepetible.
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