Cada uno de nosotros es ya en cierto modo un bulto
No hay peor forma de ceguera que la resultante de no controlar la lengua en la que hablas o eres hablado
No quisiera resultar catastrofista ni nada parecido, pero lo cierto es que cada una de las generaciones que voy conociendo en la escuela está más delgada, más afásica. Vivimos en una época a la que llamamos pomposamente la era de la información, aunque sería más correcto llamarla la era de los datos. El problema es que los datos no son información hasta que se articulan. Aprender a leer es tanto como aprender a articular esos datos. Repito con frecuencia que la palabra es un órgano de la visión. Los ciegos distinguen, entre otros, dos tipos de ceguera: la de aquellas personas que tienen el campo de visión muy amplio, pero que lo ven todo muy borroso, y la de aquellas otras que ven con enorme nitidez, pero como si miraran a través del ojo de una aguja. Nosotros pertenecemos a la primera clase. Tenemos el universo entero desplegado ante nuestros ojos. En cuestión de segundos podemos conectarnos con Australia y ver en directo catástrofes como la caída de las Torres Gemelas, porque los datos circulan a velocidad de vértigo. Lo vemos todo, en fin, pero lo vemos de forma borrosa. Vivimos rodeados de bultos, cada uno de nosotros es ya en cierto modo un bulto. Y no hallamos la manera de encontrar sentido a lo que percibimos porque carecemos de la herramienta fundamental para hacerlo, que es el dominio del lenguaje.
La palabra, decía, es un órgano de la visión. Suelo decir que cuando voy al campo, solo veo árboles, pero cuando me acompaña un amigo botánico, además de árboles, veo abedules, pinos, hayas, robles, alcornoques. Veo incluso ese liquen especial que adorna el tronco del abedul y para el que era ciego antes de que mi amigo lo nombrara. No hay peor forma de ceguera que la resultante de no controlar la lengua en la que hablas o eres hablado.
No encontramos sentido a lo que percibimos porque carecemos de la herramienta fundamental para hacerlo, que es el dominio del lenguaje.
Dice Steiner que no hay que confundir la información con el conocimiento. Es otra forma de decir lo mismo. La dicotomía datos / información es semejante a la de información / conocimiento. Lo que faltan, en fin, son representaciones articuladas de la realidad. El problema es que todo está dirigido a que esas representaciones sean cada vez más escasas. A veces tengo encuentros también con estudiantes de periodismo (y el periodismo es un proveedor privilegiado de ese tipo de representaciones), cuya biografía lectora es sencillamente intolerable. Yo digo a los responsables de los master de periodismo que me parece muy que exijan a los alumnos saber inglés, pero que me parecería igual de coherente que les pidieran algunos conocimientos de latín.
Tampoco voy a entrar en el debate del latín, no se preocupen. Prefiero fijar lo que torpemente he venido balbuceando hasta ahora para significar la importancia de la promoción de la lectura en la escuela y fuera de ella. Cerraré este texto, pues, del mismo modo que me gusta cerrar mi intervención en los institutos y colegios: recordando a los oyentes que no hay en la vida nada tan real como aquello que calificamos de irreal. En la existencia de todo ser humano, no os quepa la menor duda, les digo, es más determinante, mucho más, lo que se le ocurre que lo que le ocurre. Pero así como lo que ocurre encuentra siempre un cauce de estudio y análisis, lo que se nos ocurre se reprime o sale por donde no debe. De hecho, hay muchas conversaciones que empiezan de este modo:
-Fíjate lo que me ha ocurrido esta mañana. Abro el grifo del agua fría y sale caliente, o al revés.
Sería impensable, en cambio, que alguien comenzara una conversación diciendo: Fíjate lo que se me ha ocurrido. Se me ha ocurrido, por ejemplo, que llegaba a casa y encontraba a mi marido en el suelo, muerto, con una bolsa de plástico alrededor del cuello, que seguramente es una fantasía que tienen miles de mujeres cada día.
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