El verdadero sur son los olivos
La cineasta, pelirroja e inteligente, siempre está detrás de las cámaras apuntando hacia causas justas
Una niña montada en bicicleta se aleja hasta perderse por un camino entre álamos de primavera. Segundos después, por el mismo camino cubierto de hojas amarillas, vuelve la bicicleta montada ahora por una adolescente de 15 años. Esta elipsis marca el paso del tiempo. La adolescente es Icíar Bollaín, en una secuencia de El sur, de Víctor Erice, su primer trabajo. La película puso en el mercado el rostro de esta cineasta, que con el tiempo se ha convertido en un valor cinematográfico.
La película El sur trata de una familia, un padre silencioso y una madre amargada, que viven su exilio con su hija en una ciudad del norte. Muchos espectadores, sin duda, recordarán la escena clave en la que el padre habla con esta hija en un café mientras en un salón contiguo suena la orquestina de una boda que interpreta el pasodoble En el mundo. Habla con su hija de un amor perdido, de un pasado feliz en el sur. El pasodoble llena de añoranza la memoria de aquellos soleados días entre olivos, palmeras y limoneros. Al parecer la película se quedó sin presupuesto y el productor Querejeta cortó el rodaje, una decisión que jugó a favor de la historia, puesto que el viaje al sur, previsto en el guión, ya no fue posible rodarlo y quedó en una excelente metáfora de un deseo inaprensible de felicidad.
Icíar Bollaín es una chica muy lista y pelirroja y es bien sabido que hay pocos tontos con el pelo panocha. Un día alguien la felicitó por la suerte de haberse casado con Paul Laverty, el guionista habitual de Ken Loach, un buen tipo escocés lleno de talento. Icíar le contestó: “Nada de suerte. Yo siempre he sido muy buena para el casting”. La pareja vivía en Lavapiés, un barrio madrileño donde se cruzan todas las razas. Los domingos al mediodía oía los tambores de unos negros que invocan a sus ancestros con un ritmo sincopado; compraba especias en los colmados árabes e hindúes y cumplía el rito de una vida desenfadada entre la rebeldía de unas tribus urbanas que, años después, reventó un 15 de mayo en la Puerta del Sol. Iziar pasa ahora largas temporadas en Edimburgo, patria de su compañero. Ver Madrid desde el sótano y España desde lejos le ha dado una visión sin una sola mota de caspa nacional.
Manolo Gutiérrez Aragón la llamó para la película Malaventura y en el rodaje Icíar coincidió con José Luis Borau, quien a partir de entonces la convirtió en protagonista de algunas de sus películas y la animó a ponerse detrás de las cámaras. El cine de Icíar Bollaín tiene una marca propia, un cine social según la huella de Ken Loach, con quien colaboró en la película Tierra y libertad, una lucha anarquista contra la injusticia atemperada por un sabor agridulce, que siempre toca una fibra sensible, frente al iberismo racial, agrio y violento.
Nunca engaña. El espectador sabe qué va a ver cuando se acerca a la taquilla. La emigración, los problemas de Latinoamérica, historias de tercer mundo, denuncias de la violencia machista. A Icíar la encuentras siempre detrás de las cámaras apuntando hacia causas justas, tocadas con una delicadeza acerada. Así es también ella, un chica despierta, que sonríe con los ojos, que siempre emite un aire fresco, inteligente y divertido, con un toque de distinción.
En su última película, El olivo, ha vuelto a encontrar su propio camino hacia el sur. Ese olivo milenario había visto pasar soldados de todos los bandos desde la Edad Media y, mientras a su alrededor se establecían fanatismos de cualquier índole y las guerras vertían sangre a raudales, su savia seguía dando aceite y el tiempo añadía nudos a su tronco para formar una maravillosa escultura. Durante siglos varias generaciones de agricultores nacieron y murieron bajo su sombra; el olivo no había muerto todavía, pero un día fue arrancado de cuajo. Olivos milenarios cuyos primeros esquejes fueron traídos por los griegos del mar Jónico han sido desarraigados violentamente de la tierra madre para presidir la rotonda de una carretera, decorar el vestíbulo de una multinacional o agonizar en el jardín de la mansión de un financiero corrupto. Ese cepellón de raíces arrancado junto con el sudor y el amor de los antepasados es todo un agravio a la historia de la agricultura y también la metáfora de la cultura especulativa, que ha puesto la estética a merced del puro interiorismo cuyo concepto no se refiere al cultivo interior del espíritu, sino a la simple decoración de salones.
Aquella Icíar Bollaín adolescente expatriada en un norte brumoso encuentra por fin el verdadero sur entre los olivos milenarios sin perder el estilo que la define, la de una chica lista, pelirroja, inteligente y comprometida.
Babelia
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