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Columna
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Tomadura de pelo

Una pieza fundamental del arte contemporáneo es el enemigo del arte contemporáneo

Javier Rodríguez Marcos
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César Aira tiene razón: una pieza fundamental del arte contemporáneo es el enemigo del arte contemporáneo. De cuando en cuando un escritor ilustre se marca una tribuna escandalizado por la tomadura de pelo que supone que un objeto cotidiano se exponga en un museo. El último fue Vargas Llosa, que el mes pasado, en este mismo periódico, denunciaba la presencia de un vulgar palo de escoba en las nuevas salas de la Tate Modern.

Es una pena que la literatura no tenga enemigos de esa altura, porque las librerías están llenas de escobas y nadie dice nada de nada. Necesitamos alguien que, de una vez por todas, denuncie que la poesía ya no rima y que los novelistas no paran de producir bodegones. Luego queremos que los albaricoques sepan a albaricoque.

Antes de morir de SIDA hace 20 años, el artista cubano Félix González-Torres retrató el dolor por la muerte de su pareja con dos simples bombillas entrelazadas. Inexorablemente, una terminará apagándose antes que otra. La obra es tan sencilla y tan criticable que emociona solo pensar en ella. Las canciones y algunos poemas producen un efecto así.

Lo grande del arte contemporáneo, y su mayor problema, es que bombillas idénticas a esas las venden en la ferretería de la esquina. El enemigo tiene esta vez razón. Lo triste de los artistas contemporáneos es que han hecho todo lo posible por heredar los privilegios de que gozaba el arte que vinieron a superar. Vinieron a cambiar la sintaxis pero se han conformado con cambiar el léxico. ¡Ingenuos futuristas! Cambiaron las palabras, no el orden de las palabras. El discurso sigue siendo el mismo y las vitrinas del Museo del Prado sirven para el Reina Sofía. Pensábamos que querían matar a Velázquez, pero lo que querían era el Premio Velázquez. ¿Qué razón hay para que una obra técnicamente reproducible hasta el infinito sea objeto de tiradas limitadas? A mí se me ocurren dos: el fetichismo y la especulación. De algo hay que vivir, claro, pero es difícil ser a la vez funcionario y revolucionario, animal doméstico y animal salvaje.

Pese a todo, los museos de arte contemporáneo están llenos de arte (a veces en forma de escoba); también llenos de mercancía (a veces en forma de pintura al óleo). Ese es su drama, su contradicción: Dadá cumple 100 años subido a una peana y los punkies de nuestra infancia son ahora guardas jurados.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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