El lado salvaje del amor
A veces un escritor te envenena de envidia. Y aunque ni los personajes ni las situaciones ni la época que narra tengan que ver con tu empeño, un hilo secreto une sus urgencias y congojas con los que te definen
A veces un escritor te envenena de envidia. Y aunque ni los personajes ni las situaciones ni la época que narra tengan que ver con tu empeño, un hilo secreto une sus urgencias y congojas con los que te definen. Eso siento desde que leí Los enamorados, del británico Alfred Hayes (1911-1985), y luego, sin poder abandonarlos, Que el mundo me conozca (1958) y Mi perdición (1968), tres novelas publicadas por La Bestia Equilátera. ¿Se puede ser un yonqui de literatura?
Nunca amables, sus historias son una puesta en acto desesperada y corrosiva del “somos solos”, esa lapidaria definición de Rilke, de la que cada quien se distrae como puede. Pero, paradójicamente, todos sus relatos son vivisecciones del amor.
Con Los Ángeles o Nueva York por escenario, Hayes habla del mundo del cine (fue guionista por décadas), de lo ambiguo de la noción de éxito, del dolor de envejecer (sí, a ellos también les pasa) y de las desencantadas estrategias que el vampirismo pone en juego para evitarlo.
Su escritura, oscura y de honestidad animal, tiene la eficacia de un metrónomo, que despliega variaciones de la misma fórmula. Hombre de mediana edad ligado al cine, con uno o más matrimonios fallidos en las alforjas y la cartera llena de billetes (en Hollywood el dinero es barato), conoce a chica de piernas interminables (en un bar o rescatándola del mar en el que ha querido ahogarse o del brazo de un sobrino que la festeja y no es celoso) e inician una relación tormentosa.
En su galaxia de starlets, las mujeres son indescifrables, están tatuadas por una tragedia en off y blanden su fragilidad como un arte samurái. Proliferan situaciones en las que el narrador es usado como banca (para pagar renta y caprichos) y el trato le parece justo, a cambio de la compañía ¿a veces festiva, otras desdeñosa? de una juventud jamás inocente. Como en el título de aquel thriller de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, aquí Los que aman, odian.
Por supuesto, está el talento. Ese recurso no renovable que fascina y convierte en única una voz. En las historias de Hayes que no puedo dejar de leer, la gente fuma (todavía), bebe (como un cosaco) y se malquiere (siempre). Le teme a la muerte pero coquetea con ella descaradamente. Traiciona. Huye. Decae. No distingue la felicidad aunque se la tropiece. Llora mucho. Daña. Pide perdón. Y al hacerlo, miente.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.