Los países imaginados del escritor
William Shakespeare ambientó sus obras en territorios inventados por la censura
Que se sepa, Shakespeare nunca estuvo en el Palacio Real de Olite donde se ambienta (más o menos) Trabajos de amor perdidos, ni en la Viena de Medida por medida, ni en la Iliria de Noche de reyes o la Verona de Romeo y Julieta, pero sus personajes quedaron íntimamente unidos a muchos de los espacios inventados o recreados por su tumultuosa cabeza. Cuando Peter Brook fue a Verona en los años cincuenta, un guía le mostró, orgullosísimo, “los lugares donde vivieron y amaron Romeo y Julieta”, y en cierto modo tenían mucha razón en apropiárselos: no poca gente viaja a Normandía buscando el Yonville de Madame Bovary, y los devotos de Proust siempre creerán estar en el inexistente Balbec cuando pongan el pie en el Grand Hotel de Cabourg.
¿Por qué situó Shakespeare la mayoría de sus obras en territorios imaginarios y/o reimaginados? Se apuntan dos razones. Por un lado, sabía muy bien que los parajes exóticos llenaban las arcas (y para el público de la época era exótico cualquier lugar situado a 30 millas de Londres). Por otro, había que tener mucho ojo con la censura, que prohibía toda mención a lo que hoy se llamaría “la actualidad política”; el bardo y su compañía estuvieron a punto de llevarse un buen susto cuando la suspicaz reina Isabel dijo a sus consejeros: “Parece que Ricardo II soy yo”. Axioma: países y monarcas, mejor cuanto más lejanos en espacio y tiempo.
Por supuesto, no cuesta figurarse que para componer la Viena lúbrica y peligrosa de Medida por medida a Shakespeare le bastó con echar un detenido vistazo a su alrededor: el resto era, como siempre, cuestión de imaginación y talento. Cuando flaqueaba la imaginación siempre había pequeñas ayudas a la hora de armar tramas: las Crónicas de Holinshed fueron mano de santo si había que narrar los pugilatos de la realeza. Y los clásicos grecolatinos (con Vidas Paralelas de Plutarco en lo alto del podio) cuando se trataba de ir más atrás. Y un buen puñado de relatos itálicos (firmados por Bandello y Cinthio, entre otros suministradores) le vinieron de perlas para cocinar pasiones de súbditos en reinos alejados.
Luego están, claro, las mil especulaciones, como que Shakespeare fue italiano por lo mucho que aparece Italia en sus ficciones. Es divertido, por cierto, el final de la historia de Peter Brook en Verona. Habla con un guía y le dice: “Usted parece un hombre cultivado. No me dirá que se traga que Romeo y Julieta fueron personas reales. Nadie en Inglaterra cree eso”. El guía replica: “Y aquí ninguno cree que existiera ese tal Shakespeare”.
Babelia
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