Cincuenta años del Verano del Amor
En 1966, lejos de los focos, el 'hipismo' tomó cuerpo en San Francisco
San Francisco, barrio de Haight-Ashbury. Hay que recorrer estas calles tranquilas con cualquier pretexto (por ejemplo, allí está Amoeba Music, una de las mejores tiendas de discos del planeta). No quedan muchos rastros de su pasado glorioso, aparte de tiendas para turistas y algunos hirsutos mendigos, maderas a la deriva de aquel experimento social ocurrido hace medio siglo.
Sí, cincuenta años. Los medios prefieren fijar el Verano del Amor en 1967 pero el fenómeno hippy se materializó el año anterior. Hasta octubre de 1966, el consumo de LSD todavía era legal en California. San Francisco asistió asombrada al nacimiento de una contracultura: los jóvenes se aprovecharon de los bajos alquileres en las casas victorianas de Haight-Ashbury para explorar nuevas formas de amor y convivencia.
Las raíces estaban cercanas: las influencias venían de los beats de North Beach, de los disidentes de la Universidad de Berkeley. De hecho, las guerras culturales también estallaron en 1966: Ronald Reagan ganó las elecciones para gobernador el 8 de noviembre, con la promesa (cumplida) de mano dura con los estudiantes.
En 1966, San Francisco generó su propio periódico underground, el muy psicodélico Oracle. Allí se publicó una conversación que reflejaba el espíritu del momento, una tertulia de notables -de Ginsberg a Leary- que comenzaba con el filósofo Alan Watts preguntando si era el momento de abandonar el sistema o, por el contrario, iniciar su conquista.
Estéticamente, la expresión más visible del hipismo fue el rock. Un rock ambicioso, donde confluían eruditos folkies con músicos que nunca habían tenido prejuicios contra la amplificación. El 29 de agosto de 1966, los Beatles dieron su último concierto (de pago) en un estadio de beisbol de San Francisco. Nadie se apercibió pero los de Liverpool pasaban el testigo a unos grupos de nombres pintorescos: The Grateful Dead, Big Brother & the Holding Company, Jefferson Airplane, Quicksilver Messenger Service, Country Joe & the Fish…
El rock de San Francisco tardó en encontrar su punto en el estudio de grabación pero en 1966 era una realidad en clubes y, sobre todo, en añejos ballrooms donde se presentaba con complementos visuales, en un ambiente más que libérrimo. Un gran imán, unido a las promesas de sexo libre y drogas de calidad.
Lo que ocurrió en 1967 fue una profecía autocumplida. Los medios anunciaron que San Francisco sería invadida por adolescentes, el alcalde avisó que no lo toleraría y aquello fue, como se dice ahora, una crisis humanitaria. Lo avisaron los Diggers, un grupo de teatro callejero –allí estaba Peter Coyote- que avergonzó a los comerciantes locales para que proveyeran una mínima infraestructura de acogida.
Lo publicitó la cínica industria musical de Los Ángeles. Como jingle publicitario funcionó San Francisco (be sure to wear some flowers in your hair), una insidiosa composición de John Phillips, producida por Lou Adler. Adler y Phillips engatusaron igualmente a los grupos de San Francisco para que participaran en el Monterey Pop Festival, en junio de 1967.
Son muchos los veteranos que aseguran que no procede celebrar el verano de 1967. Aquella avalancha de curiosos y almas perdidas arrasó con la comunidad que se había forjado en Haight-Ashbury, que se dispersó por la ciudad y sus alrededores. Entraron las drogas duras, aumentó la presión policial y se dispararon las violaciones, las enfermedades de transmisión sexual, los malos viajes. En agosto, aparecieron muertos dos traficantes de drogas. Uno de ellos siempre llevaba encadenado su maletín de trabajo a la muñeca. No fue óbice para el asesino: cortó el brazo y se lo llevó junto al preciado maletín. Cuando le detuvieron, todavía conservaba el miembro amputado. No lo pudo explicar: en 1967, los que llegaron a San Francisco no eran precisamente los más listos de la clase.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.