Dicen que no se siente nada cuando cae la cuchilla
Llevo días enfrascado en la lectura de sendas obras que tratan, cada una a su manera, el escalofriante tema de las decapitaciones, un asunto que, reconozcámoslo, despierta un inconfesable morbo. Uno de los títulos es el ensayo Severed (Granta, 2014), en el que la antropóloga británica Frances Larson pasa revista a numerosas maneras de perder la cabeza y que incluye variadas referencias a la guillotina, asunto central del segundo libro, la novela Muestra mi cabeza al pueblo, de François-Henri Désérable ( que acaba de publicar Cabaret Voltaire). En realidad, el libro del joven autor de Amiens –al que debemos la terrible serie de onomatopeyas ¡clic!, ¡clac!, ¡plom! (chasquido del tablón basculante, cierre del cepo y cabeza que cae en el cesto) - es una sucesión de relatos sobre célebres guillotinados entre los que nos hace vivir, con la intensidad que puede suponerse, los momentos previos a que la cuchilla se desplome sobre sus cuellos: Charlotte Corday, Maria Antonieta –cuyos célebres pechos espía un libidinoso carcelero-, Danton, Lavoisier, Robespierre o el literario marqués de Lantenac (el de Noventa y tres de Victor Hugo). Uno de los cuentos, protagonizado por el nieto de Charles-Henri Sanson, el célebre verdugo del Terror –al que Maria Antonieta le pidió excusas por pisarle en el cadalso- y también él maridado de oficio con Madame Guillotin, pone el contrapunto a la colección.
El trasfondo de nuestro interés tanto en el libro de Larson como en el de Désérable es por supuesto saber qué se siente en ese trance de ir a perder la cabeza (miedo, claro, aunque qué gran, majestuosa respuesta la de Bailly al tipo que le preguntó maliciosamente en el patíbulo “¿tiemblas Bailly?”: “Sí, pero solo de frío”). Y aún más: si se siente algo después. En lo que respecta a esto último la verdad es que yo no me he aclarado, y mira que he leído cosas. ¿Experimenta algo la cabeza cercenada del cuerpo? Para unos, los movimientos faciales y oculares post corte, muy documentados –la cabeza de la Corday se sonrojó cuando un fanático la cogió del cesto de Sanson y la abofeteó tres veces: las hay que han llegado a morder- , serían indicio de ello, mientras que para otros estudiosos se trataría solo de movimientos reflejos y cualquier atisbo de autoconciencia se perdería en el instante mismo del golpe de la hoja.
“Dicen que no se siente nada cuando cae la cuchilla”, reflexiona el Danton de Désérable puesto ya en la báscula, atado y tumbado y con la única perspectiva ante sus ojos del fondo del cesto donde caerá su cabeza ; “un leve soplo fresco”. Uh, quién puede saberlo a ciencia cierta. Uno se siente mal pensando en ello. En todo caso me temo que a diferencia de Bailly u otros valientes, yo trataría de ganar tiempo, a lo Madame du Barry, cuyas últimas palabras fueron: “¡Aún no, espere un momento señor verdugo, por favor!”, ¡clic!, ¡clac!, ¡plom! Pero me gustaría ser como el Lavoisier de Désérable. La leyenda dice que el gran químico decidió prestar un último servicio a la ciencia cuando lo guillotinaron y acordó pestañear mientras su cabeza fuera consciente (lo hizo, se cuenta, 15 segundos). La versión de Muestra mi cabeza al pueblo es mucho más bonita: el científico llevó consigo un libro hasta el patíbulo y no dejó de leer hasta que lo llamó el verdugo. Entonces se sacó del bolsillo un marcapáginas y lo puso cuidadosamente donde había detenido la lectura.
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