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CRÍTICA | POZOAMARGO

Tierra de expiación

La huella del cine de Reygadas se percibe en soluciones visuales tan arriesgadas como el plano secuencia de un encuentro sexual

Jesús Gallego y Natalia de Molina, en 'Pozoamargo'.
Jesús Gallego y Natalia de Molina, en 'Pozoamargo'.

El tercer largometraje de Enrique Rivero se abre en ese espacio desolador donde las soledades de Edward Hopper empiezan a transformarse, con las primeras luces del alba, en la carne triste –e incluso la monstruosidad- de las pinturas de Francis Bacon. Un hombre está follando trabajosamente con su pareja, pero uno diría, a primera vista, que, en realidad, se está follando a su sombra. El posterior desarrollo de Pozoamargo concederá cierto crédito a esa percepción supuestamente equívoca: avanzado el metraje, un personaje dirá “Todos tenemos una sombra. Mejor estar en paz con ella”. En el plano que cierra la película, tres sombras se proyectan sobre una pared, metaforizando el cierre de un retorcido ciclo de redención.

POZOAMARGO

Dirección: Enrique Rivero.

Intérpretes: Jesús Gallego, Natalia de Molina, Elsa Díaz, Xuaco Carballido.

Género: drama. España, 2015

Duración: 98 minutos.

Nacido en España de padres mexicanos, cómplice de Carlos Reygadas y ayudante de dirección en La influencia (2007) de Pedro Aguilera, Enrique Rivero se dio a conocer con Parque Vía (2008), una película que se centraba en las rutinas circulares del cuidador de una finca que había reformulado esa suerte de presidio laboral como una trinchera frente al mundo. Parque Vía se remataba con un brutal golpe de efecto que sugería que el cineasta había estado empleado esa ficción para expiar una cierta culpa de clase.

El concepto de expiación reaparece, transformado, en Pozoamargo, que cuenta la historia de un personaje que, víctima de una enfermedad venérea que puede haber dejado daños colaterales en su entorno afectivo, decide desaparecer autoexiliándose a un pueblo de la provincia de Cuenca, que la extraordinaria dirección de fotografía de Gris Jordana convierte en un espacio alegórico, entre un purgatorio manchego y un flamígero trampolín para la trascendencia.

La huella del cine de Reygadas se percibe en soluciones visuales tan arriesgadas como el ceremonial plano secuencia que captura uno de los polvos más dolientes que recuerda este crítico. Hay frases, como la pronunciada por la vendimiadora Fidela, que abren inesperados abismos y sutiles detalles inquietantes, antes de que la película golpee al público con un radical cambio de piel que explicita la dirección del discurso en esta película atravesada de principio a fin por un muy heterodoxo aliento poético.

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