La ves bien, la recuerdas mal
Veo inicialmente 'Capitán Kóblic' con el interés que me provoca cualquier película que protagonice Ricardo Darín
Es curioso el amor que le profesan los ganadores progresistas o reaccionarios (¿hay diferencias en el fondo?, pregunto) al cine y a la literatura de perdedores. Mola, ¿quién no desea sentirse un héroe enfrentado al sistema, sobreviviendo a él manteniendo ética y estética, enfrentándose a los malos de verdad, asistiendo al crepúsculo con mirada trágica? Da juego hacer cine de losers y de outsiders. Si es bueno hasta los banqueros y los políticos se identificarán con él. Si es malo, si se atiene con torpeza a una formula, da vergüenza ajena. Si es regular, el espectador más convencional puede sentirse gratificado.
Cuando el cine argentino es bueno (qué tontería, también el de cualquier parte) te lo crees y emociona. Y cuando sus intérpretes son grandes, pertenecen a la raza de los mejores. Pero cuando hay impostura, verborrea pretenciosa, intensidad profesional, cuando resultan exageradas las esencias de lo porteño a mí me suele provocar grima. Las películas, como la comida, saben y huelen.
CAPITÁN KÓBLIC
Dirección: Sebastián Borensztein.
Intérpretes: Ricardo Darín, Inma Cuesta, Óscar Martínez.
Género: thriller. Argentina, 2016.
Duración: 92 minutos.
Veo inicialmente Capitán Kóblic con el interés que me provoca cualquier película que protagonice Ricardo Darín. Este actor prodigioso se ha convertido en una marca y acostumbra a elegir muy bien los guiones y la gente que le dirige. Y asisto al metraje de esta película con cierto interés. Pero hay algo que me chirría desde el principio, que me suena a déjà vu, a intentar plasmar en geografías regionales la complejidad del gran cine negro norteamericano (y espero que a ningún corrector idiotamente académico se le ocurra cambiarme ese término por el de de estadounidense), a desarrollar las características que explota el género hasta extremos difícilmente creíbles.
Me explico. Sabemos que el misterioso huido tiene un pasado oscuro, le protege y le camufla, un viejo amigo que posee una avioneta para fumigar cultivos y que no le exige justificaciones morales de su pasado, un introvertido deficiente mental con el que el antihéroe establece complicidad, una mujer maltratada y resignada a su tristeza con la que surge una atracción abrasiva, malos malísimos que representan a la ley.
Pero resulta que el atormentado héroe pilotaba los aviones desde los que los sicarios de la Junta Militar lanzaban al mar a sus torturadas y drogadas víctimas y se siente fatal con sus recuerdos. Mi amigo argentino Agustín Sciammarella, el dibujante más genial que conozco junto a Ricardo Martínez y El Roto, me aclara que no les expulsaban al mar sino al Río de la Plata y que, por si acaso, las autoridades no han puesto ningún interés en drenar ese río. Y me la sudan los remordimientos del aviador, expuestos repetitivamente en cuatro secuencias cargantes. Y tampoco me creo los besos volcánicos y las ganas de follarse entre Darín e Inma Cuesta. No hay química. Es de mentira. O ese final tirando a grotesco en el que el acorralado adopta el ritual de vestirse de uniforme para afrontar el final o la secuencia en el hangar copiada de la del granero en Único testigo. He visto esta película con interés. Si la recuerdo, me pongo enfermo. Cosas del cine.
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