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Sónar: 23 años a su bola

El festival continúa marcando perfil propio en todos sus apartados

Van 23 años y el Sónar sigue pautando su propio crecimiento, administrando sus evoluciones y delimitando su expansión: es el festival que más depende de sí mismo y menos se repite conceptualmente. Si el año pasado cambió la leyenda “festival de músicas avanzadas” por “música, creatividad, tecnología”, en este renueva el escenario SonarCar, nacido como complemento de la celebrada y ahora reubicada pista de autos de choque, y trasmutado en discoteca delimitada físicamente para albergar sesiones maratonianas de siete horas de Laurent Garnier y Four Tet. Pequeños cambios que permiten al festival sobrevivir a sus propios márgenes y definir su espacio buscando más allá del mismo. Y ya tiene discoteca.

Otro ejemplo: la semana pasada el festival presentó los datos de su impacto en la economía catalana, cuantificado en 72 millones de euros. Pero más allá de las cifras, como casi todas ellas interpretables y difícilmente comprobables, destacan los parámetros que se valoran para determinar la utilidad del certamen. Y aquí es donde el Sonar+D juega el papel central, ya que en su idea de ir más allá de las actuaciones éste busca su sentido en términos de aumento de facturación de las empresas locales que participan en el festival –un 37% de las mismas incrementaron ingresos el año pasado- o mediante el porcentaje de espectadores que reconocen haber ampliado su cultura musical –un 80% de los encuestados-.

Si son cifras, pero los parámetros que iluminan son diferentes a los habituales en casos así. El Sónar quiere ser un festival útil a su manera, y lo es en la medida en que un político como el teniente de alcalde de Empresa, Cultura e Innovación del ayuntamiento barcelonés, Jaume Collboni, habituado como todos los de su gremio a un discurso rectilíneo, reconoció en rueda de prensa que “las formas de medir las cosas han cambiado”.

Instalación 'Earthworks', inaugurada en Sónar 2016.
Instalación 'Earthworks', inaugurada en Sónar 2016.

Pero el Sónar sigue siendo distinto por otros factores. Por ejemplo los cabezas de cartel, donde desde hace años resulta complicado encontrar estímulos excitantes. Y es que el festival, y por supuesto no lo afirma abiertamente, entiende que hacen falta nombres populares para conseguir una base de público al que ofrecer algo más que figurones. Este año, al margen de un espectáculo en estreno mundial que promete ser rutilante, resulta aventurado esperar algo revelador de Jean Michel Jarre, lo que puede hacerse extensivo a Fat Boy Slim y su cazalla rítmica o New Order, grupo que ya sólo puede aspirar a que su último disco, Complete Music evoque, como sucede, a sus obras gloriosas. En otros festivales, los cabezas de cartel pueden aunar cierto vértigo con tirón popular, mientras que en el Sónar cuenta el tirón. Claro que luego hay una interminable lista de artistas que en cierto modo han sido aupados a la popularidad por el propio festival o por el ámbito musical que ha delimitado en estos 23 años de historia.

Es el caso, y aquí entra lo que hace del Sónar un lugar excitante, Oneohtrix Point Never, Skepta, ¿logrará lo mismo que hace años consiguió Dizee Rascal frente a una multitud?, Stormzy, James Blake, Flume, Jamie Woon, Carsten Nicolai, Ata Kak y su africanidad digital, John Grant, Niño de Elche –sí, flamenco en el Sonar- o ese Antony trasmutado en Anohni que no podía escoger mejor lugar para presentar su romance con la electrónica. Se dirá que alguno de estos nombres pueden pasar como cabezas de cartel, pero no olvidemos que por ejemplo hace pocos meses actuaron en Barcelona King Midas Sound y Fennesz, presentes en el Sónar, y lo hicieron antes unas 200 personas en lo que pudo valorarse como un éxito de convocatoria.

Finalmente el festival ofrece una mezcla entre escenarios abiertos (sin contaminación acústica de otros) con escenarios cerrados en los que la sensación de estar asistiendo a un concierto en sala es real. Este hecho aumenta la facilidad de concentración del público y de los propios artistas, que encuentran un ámbito idóneo para exponer su propuesta sin tener la sensación de formar parte de una concurridísima fiesta. Esto no hace malos a los demás festivales, simplemente hace que el Sónar sea diferente. Y lleva 23 años siéndolo.

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