La fórmula Adele
Dos vectores aparentemente incompatibles explican el caso de la artista más exitosa de la industria musical
Dos vectores aparentemente incompatibles explican el caso Adele. Primero, su carácter eminentemente británico. Ha crecido en una cultura melómana, con especial devoción por la música afroamericana; procede de barrios multirraciales, con tiendas que ofrecían discos de Etta James o Ella Fitzgerald (que ella inicialmente se compró por sus portadas).
El Reino Unido exporta músicos y facilita su formación. Adele Adkins estudió en la BRIT School, institución estatal por donde pasaron Amy Winehouse, Leona Lewis, los Kooks y muchos otros. No le costó ser fichada: tras difundir sus maquetas, atrajo la atención de la independiente XL y September Management; ambas empresas completaron su profesionalización.
El mundillo musical británico sabe aplaudir la excelencia, antes de que lleguen las ventas millonarias. En 2008, Adele recibía uno de los premios BRIT, era destacada por la BBC y actuaba en el programa televisivo de Jools Holland. Aún así, podría haberse quedado en un fenómeno local de no aparecer el vector internacional. Desde la aparición de los Rolling Stones, Londres se ha especializado en lo que, humorísticamente, se denomina “llevar carbón a Newcastle”. Es decir, vender música afroamericana, cuidadosamente acicalada, a EE UU y al resto del mundo.
Técnicamente, Adele ejerce de cantautora confesional, algo que enfatiza con los títulos de sus discos. Musicalmente, hace pop, aunque use estilemas del soul: sus discos encajan en el sonido dominante en cualquier radiofórmula. No se permite ejercicios retro, como hacía Amy. Evita hacer versiones de temas ajenos, aunque su primer álbum tuviera una balada de Bob Dylan y el segundo una pieza de The Cure.
En verdad, los álbumes de Adele se confeccionan siguiendo el mismo método que los de Kate Perry, Rihanna o —nadie se escandalice— Britney Spears. La búsqueda del repertorio se acelera por su facilidad para componer. En el primer disco, 19, encontramos media docena de canciones suyas, teóricamente no cambiadas por mano ajena. El resto, sin embargo, son colaboraciones.
Y así ocurrirá con 21 y 25: las ocurrencias de Adele son rematadas por profesionales que tienen el toque del Rey Midas. El pop del siglo XXI obedece a un proceso industrial que se burla de la idea romántica de que un disco es obra de una sola persona. Regularmente, Adele colabora cara a cara con algún socio. Pero sus bocetos también viajan hasta Canadá, Australia, Suecia o EE UU, donde residen magos capaces de convertir sus sentimientos en oro comercial. Hablamos de grabaciones de alto coste. No es un juego para almas sensibles: producciones perfectamente acabadas pueden ser desechadas al final. 25, la última entrega de Adele, junta temas hechos por ocho productores; en total, se ha trabajado en 21 estudios de Londres, Nueva York, Los Ángeles, Estocolmo y Praga. Nada que ver con Abbey Road, los Beatles y George Martin. Ni siquiera con megalómanos tipo Phil Spector. Esto es, o pretende ser, científico.
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