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LIBROS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Cuánto falta para llegar a Utopía?

Se cumplen 500 años de la publicación de la obra de Tomás Moro, un libro que ha sembrado una fértil cosecha literaria

Hace cinco siglos no existían automóviles, pero, seguro, ya había niños que preguntaban: "¿Cuánto falta para llegar?". Y entonces —como ahora y para siempre— lo preguntaban sin saber que lo importante no es el destino sino el viaje. O tal vez no era que no lo supieran sino que —sabios y descreídos como sólo pueden serlo los niños— no se creyesen eso de las virtudes del trayecto, por encima de los placeres de la meta. En cualquier caso, tal vez como pócima mágica ilustrada o placebo letrado, el humanista-renacentista Tomás Moro publicaba por entonces su Libellus… De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae. Y ponía de moda para siempre una de las palabras más incorrectamente y peor usadas en toda la historia de la humanidad: utopía. (Nota /confesión: busco el título en latín en Wikipedia, esa suerte de territorio utópico para todo escritor).

La Utopía de Moro tiene mucho de comuna hippy, más idealizada que ideal

Libro extraño y mixto, equivalente a esos animales de bestiario medieval donde lo que empieza como elefante acaba como tortuga: road novel filosófica-política crítico-satírica platónica-socrática celebratoria-denunciante donde se parte de la insular Inglaterra para alcanzar la también aislada Utopía. Nombre ambiguo, y nunca etimológicamente aclarado por Moro, que puede traducirse rápidamente como lugar-bueno o (como prefirió hacerlo con mayor sutileza Quevedo) no-lugar o lo que no está en ningún lugar. Ustedes eligen y la mayoría, sí, piensa automáticamente en paradisiaca perfección. En verdad, la Utopía de Tomás Moro tiene mucho de comuna hippy, más idealizada que ideal, donde se trabaja lo justo, se crea mucho, se respetan todas las creencias, se hace el amor y no la guerra, y un jefe patriarcal, vitalicio y sabio, llamado sifogrante, vela por el bienestar general. De este lado de las cosas, en el mundo real, no olvidar nunca a ese otro sifogrante de nombre Charles Manson.

Y ahí está el quid de la cuestión, la cláusula en letra pequeña, la figura escondida en el tapiz, la broma pesadísima: Moro propone un luminoso y flotante estado paradisiaco cuya imposibilidad no hace más que acentuar las sombras de nuestro infernal naufragio diario. Utópica es la travesía para nunca arribar a Utopía. Utópicas son las promesas de los políticos en campaña cuya imposibilidad de ser cumplidas nos recuerda que la tan seductora como mentirosa utopía es sueño. Así que la línea que separa en La máquina del tiempo a los protoveganos eloi de los carnívoros morlock es tan delgada como la que separa al puño en alto de la puñetera bota.

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Para suavizar semejante espanto, otro inglés, el filósofo-político-economista John Stuart Mill, creó a finales del siglo XIX, para un discurso parlamentario, la contracara del asunto, el Hyde del Jekyll, el Mr. Facebook de Dr. Facebook: la distopía. En la distopía no hay bien que por mal no venga. Allí todo es inapelable e incontestablemente malo. Distópico es lo que se usa en Un mundo feliz, de Aldous Huxley; en Nosotros, de Yevgueni Zamiatin; en 1984, de George Orwell; en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; en V de Vendetta, de Alan Moore; en La broma infinita, de David Foster Wallace; en Mad Max, de George Miller; en casi todo de Philip K. Dick y en buena parte de J. G. Ballard, y en bastante de Kurt Vonnegut, y en todas esas historias alternativas en las que Hitler ganó la Segunda Guerra Mundial o en esas sagas posapopalípticas y best sellers donde los jóvenes no dejan de ser manipulados por adultos con peinados raros. Sí, la ciencia-ficción no demoró en reclamar como terreno fértil tanto la cara como la cruz. Porque uno de los lugares comunes de la ciencia-ficción es que más de un experimento utópico consigue resultados distópicos; por no mencionar que, como ocurre en nuestra no-ficción de todos los días, la utopía de unos pocos suele estar asentada sobre la distopía de multitudes. La distopía es la utopía de mal humor. Pero, si hay suerte, la utopía puede llegar a ser el "… y vivieron felices" de la distopía después de tanta muerte triste.

Lo más paradójico de todo, algo que dice mucho de la naturaleza del hombre: las utopías tienden a ser mucho más aburridas que las distopías. Lugares imaginarios como Atlántida, Telema, Erewhom, Shangri-La & Co. no resultan particulares, ni narrativamente interesantes hasta que se introduce un virus en sus sistemas operativos y, entonces, Wikipedia desborda de erratas, imprecisiones y datos manipulados.

Antes, Joan Manual Serrat tituló ‘Utopía’ a una de sus canciones más melancólicas (con el tipo de sentimiento que se utiliza para glosar una novia de juventud a la que mejor no encontrarse mañana); pero fue Bob Dylan en su ‘Blowin’ in the Wind’ quien compuso el paradigmático y arquetípico himno sobre la especie. Allí, un puñado de preguntas utópicas flotan en el distópico viento sin respuestas.

Lo que nos devuelve a lo del principio:

—¿Qué cuánto falta para llegar a Utopía, maldito enano llorón? Cállate la boca, sigue contando postes telefónicos y vacas, y no me lo vuelvas a preguntar hasta dentro de 500 años. Como mínimo.

Rodrigo Fresán es autor, entre otras obras, de La parte inventada.

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