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Delirio y cirugía plástica en Cuba

Enrique Molina se sometió a siete intervenciones quirúrgicas y perdió 25 kilos para interpretar al icono José Martí

Cuba principios de los noventa. De un lado, el régimen en el que, sin entrar en temas políticos, Fidel Castro decidió dar a la bailarina Alicia Alonso el triple del presupuesto que le pedía para su escuela de ballet. O el mismo que elevó a la categoría de “milagro comunista” a una vaca que produjo 24.000 litros de leche en 300 días. La llamaron Ubre Blanca, le dieron portadas a diario y hasta la intentaron clonar con los avances en genética de la medicina cubana. Luego se descubrió que en realidad todo era fruto de una grave enfermedad que propiciaba la sobreproducción de leche y que acabó con la vida del animal.

Del otro lado, estaba el ego de un actor, Enrique Molina, que en 1991 venía de interpretar en una ambiciosa teleserie, Relatos sobre Lenin, dedicada a ensalzar al líder comunista. Lilian Llerena, su directora, le tentó para dar un paso más: un monumental proyecto sobre el pensador e icono patriótico cubano José Martí consistente en 15 películas para televisión rodadas en 16 milímetros. Un proyecto para enorgullecer a un país entero.

La directora le lanzó el guante pero le pidió que adelgazara y que se sometiera a una operación de cirugía estética para parecerse más al icono nacional. Molina no se lo pensó dos veces: “Me decía: si yo logro, después de hacer Lenin, interpretar a Martí, ya me puedo jubilar tranquilo. Ya me puedo ir a casa tranquilo a cuidar de mis nietos”, asegura.

"Si yo logro, después de hacer Lenin, interpretar a Martí, ya me puedo jubilar tranquilo"

Cuando hablaron con el cirujano William Gil, el delirio creció, pues propuso un combinado de siete operaciones: dos de nariz, una separación de orejas, retrasar el nacimiento del pelo, abrirle más los ojos y, tras adelgazar 25 kilos, eliminar la piel sobrante. La artista francesa Orlan estaba haciendo algo parecido en el Centro Pompidou en esa época y eso era vanguardia pura. La creadora se sometió a varias intervenciones en directo a modo de performances durante la década de los años noventa.

“Estuve hospitalizado siete meses. En ese periodo de la preparación física, me fui preparando también intelectualmente. Queríamos encontrar la proyección de ese José Martí que cada cubano tiene en su cabeza. Y había que hacer un José Martí que fuera capaz de complacer a cada uno de los cubanos”, dice el actor. Pero cuando ya empezaban las labores de producción, Lilian Llerana y él fueron convocados por el Instituto de Radio Televisión Cubana (IRTC) para recibir una noticia fatal: tras la caída de la URSS el periodo especial había arrancado y el proyecto quedaba cancelado. No había dinero.

“Recuerdo que fue el momento que más sufrí en mi vida. Ese sueño me lo mató en cuestión de minutos. Me fui a mi casa traumatizado, con mucha tristeza, y le dije a mi mujer: me jubilo igualmente. No quiero trabajar más”, asevera.

Con una cara que no era la suya y con una industria paralizada, tampoco es que recibiera muchas ofertas en esos años. “Los directores de cine sentados en sus casas, y los actores igual”, recuerda Molina. Pero el tiempo le hizo olvidar, la vanidad volver a la pantalla y la industria empezó a recuperarse. Volvió al éxito con la telenovela Tierra brava. Eso sí, tenía que completar su salario trabajando de taxista por las noches. Y hace poco fue homenajeado en Nueva York por una carrera que, en realidad, casi nadie había visto en Estados Unidos.

La industria audiovisual cubana ha recorrido su camino al margen del resto del mundo, apenas ha trascendido algo desde esa época dorada de los años sesenta que fascinó a Martin Scorsese —con la superproducción cubano-soviética Soy Cuba (1964) a la cabeza— hasta el éxito internacional de Fresa y chocolate (1993). Una televisión plagada de seriales mastodónticos y que fue la primera que apostó por un género tan infalible todavía hoy como la telenovela.

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