El constante pizzicato
'La traviata' muta para convertirse en una obra protagonizada por Lola Baldrich
La extraviada cae al suelo. El brazo extendido, la mano abierta, en una garra que se despide y retiene. Está dejando ir lo único que quiere conservar, pero todo para ella es ya pasado. Lo sabe, y lo dice: "Le he dicho que no lo quiero porque lo quiero". Esa frase que apaga las luces de La pensión de las pulgas sale como un espolón de la garganta de Lola Baldrich, la traviata de esta Traviata, una versión libre de Julio Bravo (Madrid, 1963), Addio del passato.
Esta aria del último acto de la ópera de Verdi da nombre al primer libreto estrenado de Bravo: una historia que comenzó en los 70, cuando su padre, jefe de planta en butano, empezó a comprar una antología de la editorial Aguilar que recopilaba las mejores obras de teatro estrenadas cada año. "No sé por qué lo hacía porque a él no le gustaba especialmente el teatro, y aunque a mi madre sí, ella las veía, pero no las leía. Yo las devoraba, me pasaba horas leyendo y desde que tenía unos 15 años no he parado de hacerlo".
Pocos años después vio por primera vez La Traviata, el 4 de mayo de 1983 en el Teatro de la Zarzuela. “Con Catherine Malfitano como soprano y Nazareno Antinori como tenor”. Recuerda aquel montaje bajo la dirección musical de José María Cervera y, sin embargo, no es capaz de recuperar de su memoria ni uno solo de los nombres de la última que vio, apenas hace un año, en el Teatro Real. “Conservo mucho mejor los momentos más antiguos, los nuevos se disipan más”.
Bravo, periodista cultural del ABC desde incluso antes de terminar la carrera (Periodismo en el 81), no hace proyectos a largo plazo, escribe del tirón y acaba de ganar con Alianzas, una obra escrita en 2013, el premio Agustín González a autores noveles. Addio del passato, que se reparte en las tres estancias de La pensión durante algo más de una hora salió en la terraza de un hotel de Málaga, casi entera. “Lo poco que quedó sin escribir lo terminé en el despacho de mi casa aquí en Madrid, despacho-leonera”.
'Addio del passato'
Dramaturgia: Julio Bravo.
Dirección: Blanca Oteyza.
Intérpretes: Lola Baldrich, Noemí Rodríguez, Orencio Ortega, Fran Calvo, José Emilio Vera, Carolina Herrera y Ruth Rubio.
Dirección artística y vestuario: Pier Paolo Álvaro.
Esta versión libre de La Traviata puede verse hasta el 25 de mayo en La pensión de las pulgas, calle de Huertas, 48, Madrid.
Delante de una Coca-Cola en un bar de la calle de Huertas, al lado del teatro, Bravo asegura que se metió a hacer esta versión porque no lo pensó: “Es Verdi, es Dumas…Si lo piensas no lo haces”. Parte del equipo empieza a llegar, hace apenas 20 minutos que ha terminado la representación y ha dejado de llover. Fuera, Noemí Rodríguez, amiga y constante compañera de Baldrich en esta ficción, fuma mientras el autor recuerda que ninguno de ellos tuvo forma en su mente hasta que no acabó de escribir. “Pensé en Lola Baldrich en cuanto la tuve terminada y me dijo un día que había encontrado el papel de su vida en el off... Crece con cada función”.
Margarita no es "una", sino “la” cantante de ópera del momento. Son los años 60 y acaba de entonar el Addio del passato en un escenario madrileño. Su mejor amiga, Raúl –presuntuoso, engominado e infiel novio- y su médico revolotean en torno a ella después de la función. Pero llegará Armando, que revolverá toda su vida, y las noticias de su médico, que también lo harán. Al dramaturgo, enamorado de esta pieza desde la primera vez que la vio, le pareció natural recontar la historia: “Engancha, tiene una fuerza brutal, y los personajes funcionan hoy perfectamente”. Sus gritos, las lágrimas, a veces las carcajadas, provocaron esas mismas emociones en quienes iban siguiéndolos de escena en escena: hubo respingos, sorbidas de mocos, risas, algún suspiro mezclado con las notas de los tres actos de la ópera original, las de un violín que vibra sobre los hombros de Ruth Rubio en dos de las tres salas.
Bravo, entre el público, miraba hacia donde no miraba nadie más: a un pliegue más pronunciado de la cuenta en una chaqueta o en una cola a punto de ser pisada por un zapato de hombre, en una luz que titilaba, hacia algún rincón incierto de la habitación. “Ha variado mucho desde el primer día que la vi, que estaba como un flan. Pero siempre estás pendiente de los espectadores, de si se ríen o se sobresaltan cuando se supone que toca. No creo que nunca pueda sentarme a disfrutar y ya está”. Asegura que una vez que la obra sale a escena, deja de ser del director, “y por supuesto del autor. Es de los actores y del público”. Un público que hizo pasar tres veces a esos actores. Mientras, seguía flotando el sonido de un violín.
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