El Verdi olvidado
'Luisa Miller' ha llegado al Teatro Real en versión de concierto, aunque, por fortuna, se evitaron atriles y partituras
Luisa Miller
Música de Giuseppe Verdi. Lana Kos, Vincenzo Costanzo, Leo Nucci, María José Montiel y Dmitry Belosselskiy, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: James Conlon.
Teatro Real, 23 de abril
Las obras maestras son siempre unas vecinas incómodas, y su cercanía respecto a Rigoletto, Il trovatore y La traviata —a las que precede por muy poco y que de alguna manera presagia— ha perjudicado siempre a Luisa Miller, un melodramma tragico que se resume sucintamente en los tres títulos que eligió su libretista, Salvatore Cammarano, para encabezar cada uno de sus actos: Amor, Intriga y Veneno. Basada en una obra de Friedrich Schiller, ejerce también de puente entre las dos anteriores adaptaciones verdianas de textos del alemán (Giovanna d’Arco e I masnadieri) y la posterior y genial Don Carlos.
Aunque no le faltan méritos para montarse escénicamente, sobre todo si se acentúan su mensaje subversivo y de denuncia de la opresión que ejercen los poderosos (aquí un aristócrata) sobre las personas humildes, la brutal represión paterna de los sentimientos filiales y la importancia de la referencia oblicua a la virginidad femenina, simbolizada, al igual que en La sonnambula, de Bellini, o Linda de Chamounix, de Donizetti, por la pureza del entorno alpino, Luisa Miller ha llegado al Teatro Real en versión de concierto, aunque, por fortuna, se evitaron atriles y partituras, con su inevitable efecto distanciador respecto a la trama, y los cantantes se movieron y semiactuaron con libertad y desparpajo por el proscenio.
La croata Lana Kos encarnó a la protagonista y lo hizo con plenitud de medios técnicos y vocales: con agudos firmes y con cuerpo, y un fraseo elegantemente natural, logró incluso apuntar el trayecto psicológico que realiza su personaje desde el candor inicial hasta el fatal sacrificio final. Vincenzo Costanzo fue también una magnífica elección para Rodolfo, si bien le cuesta otorgar al texto el valor semántico y expresivo que sí sabe atribuirle su compañera. La presencia de Leo Nucci volvió a desatar la mitomanía: tan admirable como las condiciones que conserva a su edad es lo gratuito e innecesario de algunos detalles, como cuando después de su aria del primer acto, con los aplausos y bravos ya desatados, llegó a estrechar incluso la mano al director, rompiendo así la secuencia dramática y apropiándose de algún modo de la ópera de todos. Como ya sucediera en Rigoletto, y a fin de reservar fuerzas para arias y dúos, su voz fue inaudible en los concertantes.
Sensacionales los dos bajos: John Relyea compuso un villano de libro, mientras que el Walter de Dmitry Belosselskiy tuvo nobleza y una extraordinaria calidad vocal: el dúo de ambos del segundo acto, con augurios del Don Carlos, fue uno de los grandes momentos de la noche. Federica es un papel ideal para María José Montiel que, recién salida de su inmersión en María Moliner en el Teatro de la Zarzuela, cantó muy bien, dejando sobre todo constancia de la calidad de su registro grave, aunque el conjunto quedó afeado por una afectación y gestualidad tan anacrónicas como excesivas. De James Conlon pueden esperarse siempre grandes dosis de oficio, aunque raros momentos de verdadera inspiración. Su actuación fue de menos a más: en la Sinfonía inicial acortó sistemáticamente los trascendentales silencios, pero sí supo crear la tensión necesaria en la escena final. Lástima que —y apenas pueden señalarse excepciones— los cantantes se empeñaran en acabar sus arias con agudos no escritos por Verdi. Justísimos los aplausos finales a una gran velada de canto, coronada por una secuencia de saludos final un tanto desorganizada: también en esto quedó claro que se trataba de una versión de concierto.
Babelia
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