Idomeneo o el ocaso de la ópera seria
Biondi paladea la música, la alarga incluso con el añadido de dos piezas de ballet y un aria de Electra. El resultado es excelente
El Idomeneo mozartiano ha servido para presentar artísticamente a dos de los artistas que hoy representan al Palau de les Artes de Valencia: Fabio Biondi en el podio y Davide Livermore al frente de la escena. Biondi es uno de los dos directores musicales de la Orquesta de la Comunidad Valenciana y dirige, por primera vez, en la sala principal de la ópera como titular. Livermore es el intendente que ha cargado sobre sus espaldas la recuperación de un teatro con dudas, pero con unos materiales aún de primera calidad: la orquesta, el coro y esa cantera constituida por el Centre Plácido Domingo para cantantes. De ahí vienen los tres papeles menores del cartel de siete que forman esta ópera.
Decía Biondi, en la presentación a la prensa, que Idomeneo es “la más deslumbrante de las partituras de Mozart a nivel de orquesta”, y es difícil estar en desacuerdo con el virtuoso violinista y actual director italiano. Pero la ópera como tal no tiene tanto consenso. De hecho, es un título difícil. Se trata de la primera de las siete canónicas que forman el corpus mozartiano “grande” y es, también la única que ahonda en las contradicciones que se operaban en la denominada ópera seria en ese final del siglo XVIII. Quizá el mayor problema que tiene Idomeneo es justamente las seis óperas restantes del salzburgués. La ópera seria, como género, ha desaparecido de nuestro horizonte, como si fuera cine mudo. Sus castrados, dioses, soberanos y demás nos parecen mala prehistoria cuando comparamos con la exuberante carnalidad de Las bodas de Fígaro o Don Giovanni, por ejemplo. Como dice Iva Nagel (en su libro Autonomía y gracia): “Como la verdadera debilidad de Idomeneo no se debía a la chapucería de la dramaturgia, sino a la decadencia del genero, Mozart no intentó remendar el libreto y usó precisamente sus mayores defectos para ensayar la aparición de lo nuevo.”
En la ópera seria el tema era siempre la naturaleza del poder, de los dioses o del soberano. Pero si el poder perdía el pulso, estaba tentado por la clemencia o la debilidad del hombre común, no se estaba solo frente a una revolución (que estaba llegando ya y atropelló al propio Mozart en esa década última de su vida), sino frente al desgaste del género.
En Idomeneo, el poder parece desperdigarse por las fuerzas de la naturaleza y hace frágiles a los poderosos. Este es el punto de partida de Livermore, para el regista italiano, la naturaleza es el octavo personaje de la ópera, ese es el lado fuerte de su propuesta. A partir de ahí, quizá el exceso y alguna que otra vulgaridad liman en parte el acierto, pero tiene atractivo la puesta en escena porque quiere esclarecer esa “debilidad” que señala Nagel.
Biondi, por su parte, paladea la música, la alarga incluso con el añadido de dos piezas de ballet y un aria de Electra que Mozart preparó para alguna revisión posterior del montaje. El resultado es excelente, con la salvedad de que uno de esos añadidos se convierte en el final y descompensa el conjunto.
El reparto es muy notable en el cuarteto principal. Gregory Kunde brilla en Idomeneo, pero sorprende más, quizá, la prestación limpia y segura de Lina Mendes como Ilia. Monica Baccelli, en el siempre incómodo papel del castrado, tiene elegancia y buen control, mientras que Carmen Romeu canta muy bien la a veces histérica Electra. Y, como es sanamente habitual en la casa, el Coro y la Orquesta se llevaron aplausos de artistas invitados.
Babelia
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