El Nacional de Arquitectura premia el rigor de Moneo
El autor de la ampliación del Prado defiende la ciudad por encima del edificio
¿Qué ha convertido a Rafael Moneo (1937, Tudela) en el arquitecto más reconocido de España? ¿La ampliación del Prado? ¿La Catedral de los Ángeles? ¿El Kursaal de San Sebastián? ¿El Moderna Museet de Estocolmo? Seguramente más su constancia -y hasta su resistencia- que su genio. Más su honda y sabia cultura que su capacidad de riesgo. Posiblemente haya sido su magisterio, y su rigor a la hora de explicar las consecuencias que los edificios tienen en las ciudades, lo que le haya merecido tanto reconocimiento. Que obtuviera el Premio Nacional de Arquitectura en 1961, junto a Fernando Higueras, y que lo vuelva a recibir ahora, más de medio siglo después, da cuenta de la solidez de su trayectoria.
Sin embargo, Moneo es un arquitecto que genera a la vez consenso y discusión. De un lado, se le reconocen obras históricas –como el Museo de Arte Romano de Mérida, la sede de Bankinter en Madrid o la catedral norteamericana-. De otro, se le considera un arquitecto desigual. Él mismo eligió sólo 21 de sus obras para explicarlas –concienzuda y magistralmente- en la única monografía que existe sobre su trabajo y que publicó -ya como arquitecto muy maduro- tras más de dos años de dedicación en los que pulió cada uno de los textos. Esa misma actitud concienzuda, decorosa y responsable define sus intervenciones.
Por eso su huella indiscutible hay que buscarla en algunos edificios y, sin embargo, en toda su enseñanza. La gran resistencia de Moneo que merece todos los premios ha sido su defensa de la ciudad. Cuando la crítica arquitectónica comenzó a bendecir las islas urbanas formadas por edificios icónicos, Moneo antepuso la necesidad de mantener el perímetro claro de la arquitectura, de sumarse a lo existente, para contribuir a mejorar el todo con la parte. Ha sido ese magisterio, el rigor en la indagación histórica, la voluntad de ponerse al servicio de un ente mayor que el propio edificio, lo que le ha valido este nuevo galardón que se suma al Pritzker y la Medalla de Oro de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA), de 1996, al Mies van der Rohe, concedido al Kursaal en 2001, a las Medallas de Oro del RIBA (Royal Institute of British Architects) de 2003 y del CSCAE (Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España) de 2006 (nótese cómo los británicos lo reconocieron antes que los españoles) y al Príncipe de Asturias que se lo otorgó en 2012 cuando el galardón premiaba más al propio premio que a Moneo.
Así, más allá del mareo que refleja la trayectoria del propio Premio Nacional de Arquitectura - dotado con 60.000 euros- que se entregaba primero a un edificio, luego a un arquitecto (en 2005, tras saldar una deuda histórica con Corrales, Fisac y Matilde Ucelay lo recibió Calatrava) y finalmente, desde la última edición de 2014, a un arquitecto “por su contribución”, este premio a Moneo es un homenaje a su magisterio. Pero, de nuevo, también una medalla para el propio galardón y también una nueva muestra de la polémica -tan española como poco visible que incita a disparar al que está más alto- que despierta el legado de Rafael Moneo. Si hubiera habido consenso, el primero de los premios a las trayectorias hubiera sido el suyo. Lo recibe tras Juan Navarro Baldeweeg. Y con humildad y alegría lo recogerá. Que todo su trabajo no es genial lo demuestra la selección que él mismo realizó. Que el más reconocido arquitecto español sea alguien que defiende la cautela y el conjunto sobre el ego, debemos aprender a valorarlo.
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