Mi compañero de carpeta
El autor, crítico literario, recuerda sus días en la escuela compartidos con Mario Vargas Llosa
Cuando Mario Vargas Llosa llegó al colegio La Salle de Lima a cursar el quinto año de primaria, le hicimos las bromas habituales entre los que nos considerábamos dueños de un territorio ya establecido y poco dispuestos a aceptar gente que no era de la capital. Nos burlábamos de su acento arequipeño y de su desconocimiento de las reglas consabidas entre nosotros para formar grupos o alianzas. Usábamos todavía pantalón corto y nos movíamos en el incierto espacio que separa la niñez de la pubertad. Dio la casualidad de que nuestros profesores, los hermanos de La Salle (a los que llamábamos “curas”, aunque no eran sacerdotes sino gente dedicada a la educación con un marcado signo religioso) ubicaron al recién venido en la misma carpeta doble en la que yo me sentaba. Supongo que así trataban de estimular la sociabilidad de los estudiantes, aunque tal vez, en algunos casos, esa proximidad física originaba tensiones y discordias.
No pasó eso con Mario, que me resultó simpático y fácil de llevar. Recuerdo con bastante claridad esas carpetas historiadas con marcas e inscripciones de nombres y fechas que innumerables manos de pintura no lograban borrar del todo. Recuerdo también los tinteros empotrados en un agujero en la parte alta de la carpeta y los rasposos lapiceros cuya aguda punta usaban los más díscolos para las feroces batallas entre “nazis”, “japoneses” y “aliados”.
El testimonio más vivo de esa naciente amistad es un recuerdo que Mario ha conservado y del que yo sólo sé por su versión que él ha repetido en incontables reuniones y actos literarios. Según su memoria, yo le regalé una foto recortada de un periódico con el rostro de Ana María Álvarez Calderón, la bella Señorita Perú de 1949 (en esa época no se usaba el membrete Miss Perú) con una dedicatoria mía que rezaba: “A Mario, mi compañero de carpeta”. Creo que entre sus papeles él guarda todavía ese documento de aquellos tempranos años.
No puedo recordar si, aparte del fútbol y el cine de consumo, hablaba con Mario de cosas literarias. Pero hay un testimonio que también figura entre sus papeles de esa época: la revistilla que imprimimos, con los dedos manchados de tinta de un viejo mimeógrafo con él y otros compañeros de clase. En uno de sus primeros números (¿o fue el único?) Mario publicó un poema festivo en el que se burlaba de sí mismo, y yo una prosa odiosamente patriótica que celebraba al héroe Francisco Bolognesi. El paso de Mario por La Salle fue breve, porque al acabar el segundo año de secundaria su padre decidió “hacerlo hombre” y lo envió al Colegio Militar Leoncio Prado. Allí descubrió un mundo por completo distinto del de La Salle, pero esa es otra historia mucho más conocida que la ocurrida cuando compartíamos carpeta.
José Miguel Oviedo es crítico literario peruano
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