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José Sacristán redondea su mejor interpretación teatral en una comedia de David Mamet sobre la corrupción y la financiación de las campañas electorales
Vuelve el Mamet mejor. Muñeca de porcelana es una pieza incómoda, que habla sin eufemismos sobre el bajo vientre de la política: la financiación de las campañas electorales a través de donaciones de magnates, la corrupción medular y las sinergias entre los partidos, el poder económico y el judicial. El excipiente argumental no podría ser más sencillo: Mick Ross, su protagonista, potentado que durante media vida intermedió entre uno de los dos grandes partidos estadounidenses y sus donantes potenciales, llegada la edad senil decide retirarse con una joven bellísima y disfrutar con ella de lo acaparado. Bajo la apariencia de drama realista, Mamet delinea una expresiva alegoría de un mecanismo de poder que funciona sin piedad. Más que ante un moderno thriller psicológico, estamos ante un negativo o versión invertida de la moralidad medieval: donde en este género se personificaban virtudes y atributos del alma, Mamet personifica los vicios de los desalmados.
MUÑECA DE PORCELANA
Autor: David Mamet. Versión: Bernabé Rico.
Intérpretes: José Sacristán y Javier Godino.
Dirección: Juan Carlos Rubio.
Madrid. Matadero, hasta el 10 de abril.
Para encarnar la figura de Ross, carnal y alegórica a la vez, hace falta un actor formidable, capaz de conducir al galope sus diálogos telefónicos con personajes a los que no vemos ni escuchamos y un diálogo torrencial con Carson, aprendiz de brujo: en la práctica, un cuasi monólogo con el que Al Pacino tuvo problemas de memorización. José Sacristán lo conduce con fuerza, pericia y una convicción contagiosa. Hace un trabajo extraordinario, sin parangón en su carrera teatral. Imposible encarnar con mayor crédito el enamoramiento del león en invierno, la displicencia del mago que sabe a cuánto le sale el metro de separación de las aguas del Mar Rojo y el temor de la presa que siente al cazador pisándole los talones. Por todos esos estados del alma pasa el trabajo de Sacristán con igual vigor. Javier Godino, su interlocutor, es todo escucha: acusa muy bien los cambios anímicos de su personaje, aunque en la escena cumbre acaso le faltó determinación en la función previa al estreno madrileño.
Bernabé Rico sale bien parado en su versión de un texto trufado de jerga político jurídica: consigue que, aunque suceda en los EEUU, nos concierna como si estuviera sucediendo aquí, donde los males de los que trata nos resultan familiares. El público escucha la pregunta retórica de Ross: “¿Sabes cuanto recaudé para vosotros en las últimas elecciones?” como podría escuchar:“Luis, sé fuerte”, o: “Te quiero un huevo”. Leer alguna de las frías reseñas que la crítica le deparó al montaje neoyorquino, alusivas por lo general a la trama y no al fondo de la pieza, produce idéntica sensación que leer las críticas de la prensa madrileña de 1949 sobre El vampiro de la calle Claudio Coello (se repone estos días en el Teatro Arlequín), donde no se mencionaba su contenido sexual latente. La escenografía, la iluminación quirúrgica y la sigilosa dirección de Juan Carlos Rubio redondean una comedia dura, que dice lo que algunos preferirían no oír.
Babelia
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