La ciberguerra, la nueva arma de destrucción masiva
En la Berlinale dos documentales ahondan en el lado más siniestro de esta modalidad bélica
La sangre sigue ahí, manchando las conciencias. Pero ese rojo pegajoso ya no se adhiere físicamente a un soldado. Hoy se mata a distancia, y el que aprieta el gatillo está en una base militar, a miles de kilómetros de la zona en conflicto. Como si asesinar fuera cauterizar una herida: algo higiénico, sanitario. La informática deviene en el arma del siglo XXI y así nace la ciberguerra, vendida como algo casi elegante. En la Berlinale dos documentales ahondan en el lado más siniestro de la ciberguerra, que no deja de ser otra modalidad de conflicto bélico.
Si Zero days, a concurso ayer, cuenta con los medios y el talento narrativo de Alex Gibney, ganador del Oscar por Enron y de ocho emmys por otros filmes, National bird describe, en la sección Panorama, las dolorosas lacras psicológicas que quedan en los analistas de las imágenes que envían los drones en sus vuelos sobre Afganistán. Muchos son jóvenes que el Ejército busca entre aficionados a los videojuegos, ante el parecido de ambas labores. Son otras caras de la América rota, un Estados Unidos que no vive sus mejores días a tenor de varias películas proyectadas en la Berlinale.
Alex Gibney aún no se ha recuperado de la campaña que contra él mantiene la Cienciología por lo que mostraba en su trabajo precedente, Going clear, sobre esta secta. Al estadounidense nunca le han asustado los temas complejos: habló de la pedofilia en la Iglesia católica en Mea Maxima Culpa, del Ejército estadounidense en Taxi al lado oscuro, y de las estafas de las corporaciones en Enron. Ahora muestra en pantalla el primer caso conocido de ciberguerra entre países. En junio de 2010, un hacker bielorruso encontró en la Red el virus informático más conocido hasta el momento.
Varios analistas de muy distintos países comenzaron a destriparlo, y le bautizaron como Stuxnet. Es un virus inusual por su complejidad y su capacidad de destrucción. “Es una historia mucho más grande de lo que la gente se puede imaginar”, explicaba Gibney ayer a la prensa. “Vivimos en un mundo de extraordinaria vulnerabilidad”, en el que cualquier día puede declararse el juicio final.
Porque Stuxnet había sido realizado por las agencias de espionaje de Estados Unidos e Israel con la colaboración de Reino Unidos. En pantalla van hablando analistas informáticos, militares y finalmente expertos en espionaje. Muchos rehúsan hablar de Stuxnet. Incluso exdirectores de la CIA cuentan que se enteraron por la prensa. Hasta que las pistas diseminadas por los testimonios y la confesión de una agente de la NSA (la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense) encajan.
Durante años, EEUU estuvo pirateando el programa nuclear iraní (un programa que se inició auspiciado por el mismo EEUU en apoyo al Sah de Persia) con un virus. Además de asesinar sobre el terreno a científicos iraníes, lograron entrar en las infraestructuras de las factorías y sabotear la maquinaria a través de sus sistemas informáticos, algo que desquiciaba al Gobierno del presidente Mahmud Ahmadineyad. Stuxnet es la versión diseñada para atacar Irán del programa informático Juegos Olímpicos, capaz de provocar el día cero, en el que no funcione ninguna infraestructura (y Gibney muestra ejemplos muy gráficos en su filme) en un país en un segundo. Pero los israelíes se ponen nerviosos, cambian algunos códigos y se les escapa a la Red: así es cómo lo detectan varios informáticos dedicados a programas antivirus. Y así se abrió la caja de Pandora.
Para gran enfado estadounidense, a Irán le da tiempo de recurrir a Rusia, cuyos expertos logran programar contramedidas. “Nuestros líderes no han dicho ni una palabra sobre ello. Es como si el Gobierno Estadounidense en 1945 hubiera declarado: ‘¿Qué bomba?”, apunta el cineasta, sobre un arma más destructiva que las nucleares. “No es solo una historia sobre ordenadores, sino sobre la guerra mundial y el espionaje global. Y espero que Zero days cambien las cosas. Lo inquietante es que sabemos muy poco de lo que está ocurriendo”.
121.000 objetivos
En National bird, de la debutante Sonia Kennebeck, que cuenta en su producción ejecutiva con dos veteranos como Wim Wenders y Errol Morris, los protagonistas de la ciberguerra son los analistas de las imágenes que envían los drones a las bases estadounidenses. Jóvenes que se alistan pensando que verán mundo, y en realidad no salen de su país. Que verán imágenes como de videojuegos, así se lo venden. Es más, cada miles de objetivos marcados (que sufrirán o no el ataque de los drones) reciben un diploma. Ellos no matan, el gatillo lo aprietan los pilotos sentados en otra sala de la base o en otra población. “Han sido tres años de producción en absoluto secreto para que nadie lo supiera”, cuenta la directora. No se sabe cuánta gente trabaja en el programa de los drones, ni su alcance: secreto absoluto. “Hay algún documento desclasificado de las investigaciones de los errores del programa militar, pero poco más”, dice Kennebeck.
Pero a los tres filmados les invade la tristeza y la desesperanza. Uno de ellos, Daniel acaba rozando la locura: por su testimonio como activista puede convertirse en el 13º estadunidense juzgado por espionaje desde que se aprobó el Acta de Espionaje en 1907. Heather, que solo tiene 25 años, está sumergida en el estrés posbélico. Lisa, la mayor, señaló 121.000 objetivos en su periodo militar, y en el filme viaja a Afganistán a repartir ayuda y, si puede, “recuperar algo de la humanidad que me perdí en el programa de los drones”. Allí se cruza con los supervivientes del famoso ataque en el que el 21 de febrero de 2010 fueron asesinados 27 civiles inocentes (ella no participó en la masacre), y que se reconstruye en National bird para horror del espectador. La sangre no salpicará la ropa, pero mancha el alma.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.