Muere Jacques Rivette, maestro de la Nouvelle Vague, a los 87 años
Figura intelectual y eminencia teórica del movimiento, dirigió películas como 'La religiosa', 'La bella mentirosa' o 'Vete a saber'
El cineasta francés Jacques Rivette, maestro de la Nouvelle Vague, falleció ayer en París a los 87 años, dejando atrás una larga filmografía que habrá cambiado para siempre la historia del cine. Apasionado por el séptimo arte desde su infancia e incondicional de Jean Renoir y de la comedia estadounidense, Rivette condujo un esforzado trabajo de experimentación en sus películas, situadas casi siempre al margen de las normas y las convenciones, e inspiradas por su reflexión teórica sobre las conflictivas relaciones entre realidad y ficción.
Nacido en 1928 en Ruan, hijo de farmacéuticos y crecido en un entorno pequeñoburgués y flaubertiano, Rivette fundó un cineclub a los 17 años, antes de mudarse a París a finales de los años 40, cuando se inscribió en la Sorbona y empezó a frecuentar los círculos cinéfilos del Barrio Latino. Allí conoció a Éric Rohmer, presentador de las sesiones del mítico cineclub de la rue Danton, con el que fundaría la efímera revista La Gazette du Cinéma en 1950. Tres años más tarde, ambos se integraron al equipo de Cahiers du Cinéma, donde coincidieron con François Truffaut y Jean-Luc Godard. La Nouvelle Vague, movimiento de vanguardia que iba a sacudir las más anquilosadas tradiciones del cine francés, nació en aquella redacción.
Su filmografía en cinco películas
Paris nous appartient (1958). Su primera película contenía el germen de la Nouvelle Vague: de aspecto bruto, rodada en escenarios naturales, con una estructura laberíntica y gusto por la improvisación.
La religiosa (1966). Pese a su puesta en escena más tradicional, fue considerada subversiva en la Francia de los sesenta, donde se enfrentó a la censura por describir las vejaciones y abusos de una joven novicia, inspirándose en la escandalosa obra de Denis Diderot.
Out 1 (1970). Su proyecto más mastodóntico es esta película experimental de casi 13 horas, marcada por ese desorden creativo por el que tenía especial apego. Por ejemplo, Rivette encargó a los actores que se inventaran sus propios personajes.
La bella mentirosa (1991). Reflexión sobre las relaciones entre un artista y su modelo (y entre un cineasta y su actriz), la película reveló a Emmanuelle Béart y fue su proyecto más aplaudido por el establishment del cine. Ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes, uno de sus escasos galardones.
Vete a saber (2001). Tras vivir durante años en Italia, una actriz regresa a París para ensayar una obra de Pirandello. Una vez más, Rivette explora los paralelismos entre el teatro y la realidad, a través de las complicadas relaciones entre seis personajes en busca de autor.
De ese club de futuros directores dispuestos a alterar el rumbo del séptimo arte, Rivette fue considerado siempre el personaje más misterioso e introspectivo, algo así como la voz de la conciencia del grupo. Ya dijo él mismo una vez que le gustaba verse como “una eminencia gris”. En 1949, el todavía crítico había rodado un primer cortometraje, Aux quatre coins, al que sucedería Le coup du berger (1956), filmado en el apartamento parisiense de Claude Chabrol y considerado por muchos la piedra fundacional de la Nouvelle Vague.
En 1958, Rivette empezó a rodar su primer largometraje, Paris nous appartient, que ya contenía muchas de sus obsesiones y marcas de estilo, como la fascinación por el teatro, las estructuras laberínticas y el gusto por la improvisación: trabajaba con un guion raquítico que entregaba la noche anterior a sus intérpretes. Su segunda película se vio enfrentada a la censura: su adaptación de La religiosa (1966), la escandalosa obra de Denis Diderot que llevó a la pantalla con Anna Karina, fue prohibida hasta 1975.
Rivette no aspiraba a que sus películas tuvieran contornos simétricos ni proporciones perfectas. “Un filme es un organismo como cualquier otro cuerpo. Los cuerpos son más o menos armoniosos, pero lo importante es que sepan caminar, que sean autónomos y que estén vivos, con sus defectos e incluso sus discapacidades”, declaró en 1995. Concibió sus filmes como obras abiertas, repletas de pistas no siempre descifrables, confiando en que un espectador activo completara el resultado por su cuenta. Por ese motivo, hay quien las consideró herméticas. Algunas de ellas tuvieron duraciones inhabituales, como L’amour fou (1969), de cuatro horas de metraje, o la aún más mastodóntica Out 1 (1970), que un total de 13 horas. En la década posterior, Rivette dirigió películas marcadas por esa misma libertad de forma y de espíritu, como Céline y Julie van en barco (1973), Duelle (1975), Noroît (1976) o Le Pont du Nord (1980), rodadas en un París misterioso y poético.
Los personajes femeninos son otro hilo conductor de su filmografía. A menudo, Rivette confió papeles protagonistas a actrices como Jane Birkin, Bulle Ogier, Géraldine Chaplin, Sandrine Bonnaire, Emmanuelle Béart o Jeanne Balibar, a las que convirtió en actrices fetiche en títulos como El amor por tierra (1984), La bella mentirosa (1991), Juana la virgen (1993), Alto bajo frágil (1995), Vete a saber (2001) o La duquesa de Langeais (2007) o El último verano (2009), su testamento cinematográfico, que seguía a una compañía de artistas tras la muerte del propietario del circo para el que trabajaban.
Rivette también deja atrás una teoría iconoclasta sobre la historia del cine, la llamada “política de los autores”, forjada junto a Truffaut y Godard, que terminó originando un influyente nuevo canon del séptimo arte. Reivindicó que los cineastas tenían el mismo derecho al estatus de artista que los escritores o pintores, siempre y cuando demostraran una singularidad, una voluntad de innovación y una estética propia. “Consistía en decir que solo algunos cineastas merecían ser considerados autores, al mismo nivel que Balzac o Molière. Eso se puede decir de Renoir, Hitchcock, Lang, Ford, Dreyer, Mizoguchi, Sirk u Ozu, pero no es cierto de todos los cineastas. ¿Se puede decir lo mismo de Minnelli, Walsh o Cukor? No lo creo”, sentenció en 1998. Dentro del cine contemporáneo, elogió a nombres como Pedro Almodóvar, Wong Kar Wai o Paul Verhoeven –consideraba que Showgirls era “una de las grandes películas estadounidenses de los últimos años”–, pero se opuso a cineastas como Steven Spielberg, James Cameron o incluso Michael Haneke, cuyas películas le parecían “una vergüenza” y “una basura”.
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