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A favor y en contra de ‘Nadie quiere la noche’

Coixet ha compuesto un emocionante retrato de mujer con hombre al fondo

Javier Ocaña
Juliette Binoche protagoniza 'Nadie quiere la noche'.
Juliette Binoche protagoniza 'Nadie quiere la noche'.

Retrato emocionante

Casi con toda seguridad la pregunta que más fastidia a un crítico de cine va precedida de una conjunción adversativa, pero, seguida de algo que para el que cuestiona es un insulto y para el que la recibe un elogio. Un insulto elogioso que jode: "Pero, ¿te ha gustado la película o no?". Para este tipo de lector, que puede inquirir en los comentarios abiertos en los periódicos, en las redes sociales o directamente a la cara, la crítica debe ser una certeza, mientras que para nosotros la mayoría de las películas son una duda, o una suma de certezas a favor y en contra. Pocas obras llevan de forma meridiana a un "me gusta" o a un "no me gusta"; la mayoría tienen aspectos positivos y negativos que deberá valorar el lector para decidir pagar (o no) una entrada. Aunque, ojo, también puede ocurrir que la crítica no se entienda, lo que a veces nos pasa, pero ese es un asunto distinto.

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Nadie quiere la noche es una de esas películas. Pertenece tan claramente al grupo que sus aspectos elogiables están en la primera mitad de la historia y los menos favorecidos en la segunda, algo que tampoco suele ser habitual. Y unos y otros podrían ir presididos por la frase "hay que tener valor". Hay que tener valor para adentrarse, en los tiempos de ajustes y de crisis económica que vive el cine español, en un reto como el de filmar una película de época, ambientada en la segunda década del siglo XX en el Polo Norte, sobre la lucha del ser humano contra el entorno natural y cómo éste se rebela contra los valientes para complicar las cosas. Valientes como la protagonista de la película, un personaje apasionante capaz de adentrarse en la aventura por amor, aun a fuerza de descubrir que su marido, en principio el héroe explorador, no es más que un antihéroe tirando a villano, vanidoso, egocéntrico y quizá incluso tramposo. Un rol, el del mítico Robert Peary, que, hay que tener valor, nunca sale en pantalla, lo que supone uno de los grandes aciertos de los autores.

Coixet, con guión de Miguel Barros y un magnífico diseño de producción en esa primera mitad elogiable de la película, ha compuesto un emocionante retrato de mujer (o de mujeres, porque son dos) con hombre al fondo. Una bella historia, con un exquisito manejo de la puesta en escena y del color, en la que se alterna lo romántico con lo mítico, el descubrimiento universal con el íntimo y personal.

Tajos aquí y allá

Y, sin embargo, aquí no acaba la crítica. Y quizá todo se resuma en un hecho cierto que siempre implica que en el proceso de escritura, rodaje y montaje, en todos esos pasos o en alguno de ellos, algo no ha ido del todo bien: Coixet y los productores decidieron cortar unos 20 minutos de metraje tras su estreno en el Festival de Berlín, donde el recibimiento no fue del todo bueno. Hay veces en las que los tajos aquí y allá, de partes mínimas o de secuencias enteras, véase, Apocalypse now, otorgan un gran resultado. Aquí seguramente también y, de nuevo, hay que tener valor para dar un paso atrás y aceptar que algo no ha salido como queríamos. Sin embargo, a pesar de todo, la segunda mitad de la historia, la del (auto)descubrimiento de dos mujeres a la deriva, la de la superación, el dolor y el ardor guerrero, cojea en casi todos los sentidos.

El extraño tratamiento del tiempo cinematográfico, como falsario reflejo del tiempo real, nunca llega al espectador. El paso de los días y las noches, de las semanas, el trayecto vital, sólo se vislumbra por los cartelitos informativos sobreimpresionados en la pantalla, que informan sobre cuánto tiempo ha ido pasando. Mal síntoma. Para que este tipo de películas sobre aventuras más grandes que la vida pasen desde lo meritorio, algo que desde luego posee Nadie quiere la noche, a lo suicida, a lo extraordinario, quizá haya que dar un paso más: vivir realmente la odisea. El paso que, por ejemplo, dieron Akira Kurosawa en Dersu Uzala, o Werner Herzog en Fitzcarraldo. Y filmar una parte del metraje en un iglú de pega en un plató de Tenerife no parece muy aventurero.

Hay que tener valor para pedirle a unos productores, a una directora y a unos intérpretes que las pasen canutas para acabar de redondear una película cuando, seguro, ya han sufrido un rodaje harto complicado. Injustísimo, seguro, pero es lo que se desprende de una película con evidentes hallazgos, de una obra que merece estar entre las mejores del año del cine español, pero que será complicado que acabe ganando. "Pero, entonces, ¿te ha gustado la película o no?". Sí. Y no.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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