Pensamientos y fantasmas de Richter
El director teatral Yuri Borísov anotó durante años sus conversaciones con el pianista
Un libro excepcional sobre un artista único: Yuri Borísov (Kíev, 1956 – Moscú, 2007) tomó notas a lo largo de años de amistad con el pianista Sviatoslav Richter (Jítomir, Ucrania, 1915 – Moscú, 1997) y de ahí surgió Por el camino de Richter (Acantilado). Richter fue un caso singular donde el arte, la cultura verdadera y el talento, doblegan cualquier freno represivo o poder espurio. Vivió en una Unión Soviética de los años duros, y sobrevivió a muchos represaliados de su generación, tocaba con partitura, viajaba con su piano y su afinador, quiso ser pintor.
Su ingente repertorio está al final de esta edición, eruditamente ampliado y permite valorar la augusta razón de su máxima de siempre: “Es importante tocar obras poco interpretadas”. Borísov nunca aspiró a la redacción biográfica; sabía que tenía en sus manos un material insustituible que debía hilvanar desde lo poético o desde las mismas sombras de la esquiva personalidad de Richter. Es así que lo cronológico se pliega a lo temático casi hasta el final, en una búsqueda de que aquel inmenso monólogo de artista cobre todo su cuerpo y deje al lector con dos impresiones básicas: al alma desolada de la música y la prismática personalidad de un intérprete que superó con creces su leyenda. Richter dicta a Borísov: “La biografía es lo más bajo que hay. Puro chismorreo. Y la realidad que la rodea es aún más ruin. ¿Conoce bien la biografía de Brahms? Durante mucho tiempo persiguió a Clara [Schumann] pero, ¿qué más sabe? ¿Y la biografía de [Cesar] Franck? Ellos desaparecen en su música, necesitan cerrarse a la vida. ¿Se imagina a Schubert con un teléfono? (…) Tiene que haber más misterio. ¿Sabemos si Shakespeare existió? A mí eso me trae sin cuidado.”
Hay pocas fotos de Richter riendo. Ese rictus amargo que no implica desdén sino una soledad abisal y el propio laberinto espiritual, el que se desataba en su manera de tocar y ahora lo volvemos a encontrar entre líneas en este libro. Entre la fotografía de la portada del volumen de Acantilado y las últimas imágenes del bailarín Vaslav Nijinski hay un inquietante y turbador parecido, aún a sabiendas de que esto pude ser meramente subjetivo al observador, lo cierto es que a Ricther también lo persiguieron sus fantasmas hasta el final, que en la Unión Soviética que le tocó vivir el trato clínico de sus depresiones, que cada vez fueron a más, era ya por sí mismo un estigma, otro que agregar al de gay, ucraniano y medio alemán. En el libro de Borísov queda clarísimo el papel de su fiel compañera la cantante Nina Dorliak (1908-1998), aliada de toda la vida, con quien compartía tiempo, confidencias y arte. Todo lo que relata este libro ¡es tan ruso!, una estilística algo chejoviana y donde Gógol también ejerce su papel no solamente como inspirador de algunas frases, algo que el traductor ha respetado escrupulosamente en su vertido al castellano y hasta donde se lo permitió la distancia idiomática. Hay una especie de recurrente tristeza medular, de canto o soliloquio ritmado donde el artista se desgrana a sí mismo, se entrega al develamiento de su instinto bajo una luz que amarillea el ambiente y que parece proceder de delgados cirios votivos.
Más allá del ecuador del libro, el capítulo XVII (Me tragué una campana) es estremecedor. Tan gráfico y sombrío como una secuencia de Tarkovski, el paseo que culmina en la visita al cementerio de Novodévichi termina de poner las cosas en su justo sitio. Allí tiene tiempo de recordar, entre la tumba de su maestro Neuhaus y la de Scriabin, cómo cantaba Fischer-Dieskau La nostalgia del sepulturero (Totengräbers Heimweh, Schubert) acompañado por él al teclado. Entonces Richter tararea “Llegará mi hora ¿y quién me enterrará?”. Por el camino de Richter resulta un elenco de sus gustos y preferencias: las iglesias con vidrieras, los cementerios, los museos, casi toda la pintura rusa, Proust, las mascaradas… y siempre estuvo orgulloso de su autodidactismo inicial.
No falta tampoco un humor traspasado por nostalgias inconfesadas, pasiones rotas, ocultación y cierta socarronería (“Lo mejor de la tumba de Diaghilev es que está en una isla” o “En una ocasión le dije a Nina Dorliak: ‘¡Tengamos un hijo!’ Y realmente lo deseaba. ‘¡Pero, Nina, intente que nazca un niño de nueve años! ¡Es un suplicio que tarden tanto en crecer y tener juicio!”). No es un mito que Richter murió en su casa de Moscú aprendiendo y estudiando música. Borísov tiende un manto sobre los últimos años, la nebulosa del hombre asediado por las depresiones.
Si un pudoroso rigor de raíz estética le hizo abandonar la composición enseguida (“No tiene sentido alguno traer más mala música a este mundo”), sí cultivó grandes amistades, como la de Benjamin Britten y su compañero el tenor Peter Pears (a quien llegó a acompañar) o la de Marlene Dietrich. Su condición de más o menos reconocido homosexual y su la fama de rebelde que acumuló desde sus tiempos de estudiante del conservatorio de Moscú, son temas que Borísov no toca, pero esenciales en eso que Sviatoslav Teofilovich Richter detestaba tanto: la biografía.
Este es uno de esos libros que se quedarán a mano siempre, da deseos de ir a comprar muchos discos, acumular esa fonoteca monumental que Richter cita, tararea, acota o recomienda. De cada una de esas piezas, mayores o menores, el pianista al menos deja una sugerente frase, un exergo poderoso que si no resume, abre una fructífera senda de interpretación. Y lo que es indudable es que este libro nos hará más amantes del piano y de la música, y que recurriremos a ella en las duras y en las maduras.
Richter tocó por última vez en Madrid el 16 y el 17 de febrero de 1995, primero en un concierto-regalo especial en el Museo del Prado organizado por la Escuela Superior de Música Reina Sofía y donde interpretó piezas de Haydn, Prokófiev y Ravel, y al día siguiente en el Auditorio Nacional; cuando en el verano de 2010 Elisabeth Leonskaja (a quien consideraba su heredera estética) tocó en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián los Estudios sinfónicos Opus 13 de Schumann, algo de Richter flotó en la sala, pues él los tocaba también y de ellos le habla a Borísov en el libro.
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