David Bowie, una odisea musical
El músico británico sucumbe al cáncer a los 69 años
Como siempre, nos ha dejado con la boca abierta. David Bowie murió el domingo, tras lo que su familia describe como “18 meses de lucha contra el cáncer”. Aunque siempre corrieron rumores sobre enfermedades, sus colaboradores hablaban de un músico en perfecta forma, laborioso e inquieto.
Coincidiendo con su cumpleaños número 69, el viernes había publicado un disco valiente, Blackstar, grabado con gente del jazz. Había sido precedido por dos vídeos inquietantes que ahora nos suenan a mensaje en clave, a adiós anticipado.
Desaparece un personaje único. Al tratarse de un músico en perpetuo estado de renovación estética, es su modelo de cambio constante el que vemos repetido en figuras como Madonna, Prince, Lady Gaga. Que también aprendieron sobre su magistral control de la imagen y su astucia financiera.
Su trayectoria atraviesa como un relámpago los sesenta años de música pop. Nacido en una casa modesta del barrio londinense de Brixton, en 1947, David Robert Jones quedó deslumbrado por Little Richard y otras fieras del rock'n'roll. Su madre tuvo la feliz idea de comprarle un saxo; se lanzó al circuito del directo, primero como instrumentista y luego como cantante.
Los Kon-Rads, los King Bees, los Manish Boys, The Lower Third y Buzz fueron su aprendizaje. En 1966, al saber que otro Davy Jones triunfaba (con The Monkees), se cambió de apellido. Al año siguiente, editaba su primer LP como solista, pop orquestal al estilo de Anthony Newley.
Sabía manejar los medios. Apareció en la prensa por liderar una protesta contra la antipatía de los peluqueros por las melenas masculinas. Atrajo a la prensa a su boda, con la vaga promesa de que sería una ceremonia hippy; en verdad, se casó por lo civil y lo único llamativo fue su abrigo afgano, entonces prenda de rigor en el underground británico. Para entonces, ya había logrado su primer éxito, Space oddity, una fantasía espacial que coincidió —no por casualidad— con la llegada del hombre a la luna.
Materializar tendencias
Supo convertir lo que parecía un acierto coyuntural en licencia para grabar discos de escritura ambiciosa y hermosas melodías, como The man who sold the world o Hunky dory. En 1972, demostró una habilidad que le acompañaría durante 15 años: sabía materializar tendencias emergentes, que presentaba embellecidas e intelectualizadas.
Con Ziggy Stardust se colocó a la cabeza del glam rock. Lucía hermoso, presumía de bisexualidad y fantaseaba sobre una estrella del rock en tiempos apocalípticos. El impacto fue arrollador. Además, gozaba del toque del Rey Midas: produjo Transformer, el álbum de Lou Reed que contenía las que serían sus canciones más universales, Walk on the wild side y Perfect day; también cedió All the Young dudes, himno para la nueva generación, al grupo Mott the Hoople.
Otro terremoto: en 1973 anunció que se retiraba; luego explicaría que se refería al personaje Ziggy Stardust. Pero siguió facturando contundentes discos de rock con melodías pegajosas. Incluso realizó Pin-ups, un homenaje a sus raíces sesenteras, inaugurando esa retromanía que ahora nos asfixia.
La siguiente reencarnación llegaría en 1975 con Young americans, grabado parcialmente en Filadelfia: era soul refinado, que incluía un temazo funky hecho a medias con John Lennon, Fame. Para entonces, ya residía en Estados Unidos donde impresionaba al público con la teatralidad de sus espectáculos (como aperitivo, era capaz de proyectar Un perro andaluz, de Buñuel).
También se perdió entre nubes de cocaína; a esos excesos debemos atribuir sus divagaciones sobre el fascismo y la necesidad de un dictador para enderezar la decadencia del Reino Unido. Pero no se llega tan arriba sin tener instintos de supervivencia. En 1976, se refugió en Berlín, junto a otro protegido, Iggy Pop. Allí se grabarían las primeras entregas de un ascético tríptico —Low, Heroes, Lodger— que reflejaba su atracción por la electrónica germana.
Para hacerse una idea de su plasticidad: a la vez, cantaba en televisión El tamborilero con Bing Crosby y recitaba en la versión de Pedro y el lobo, de Prokofiev, que grabó el director Eugene Ormandy. Ya había probado el cine, con El hombre que cayó a la tierra (1975) o El ansia (1982). Se atrevió a protagonizar El hombre elefante en Broadway ¡y sin prótesis o maquillajes exagerados!
Rey del pop y decadencia
A principios de los ochenta, con el mundo a sus pies, apostó con fabricar pop para el gran público. Lo logró con el soberbio Let’s dance (1983). A partir de ese momento, no hay otra forma de decirlo, perdió el sentido de la orientación. Sus posteriores discos, Tonight (1984) y Never let me down (1987), vendieron toneladas pero le llegaron a avergonzar.
En un fallido gesto de humildad, se enroló como un músico más en un grupo de rock duro llamado Tin Machine. No funcionó, aunque sacaron temas muy aprovechables. Y lo mismo se puede afirmar de su producción durante los años noventa. Firmó trabajos que, con frecuencia, resultaban más apetecibles sobre el papel que en la realidad. Y sí, cada uno reivindicamos algún disco tardío que salvamos de la quema pero lo cierto es, que en vez de liderar, parecía que David iba corriendo detrás de las modas. Lo afirma alguien que le seguía fielmente pero no podía dejar de advertir que, allá por 1999, hablaba con más entusiasmo del arte contemporáneo que de la música.
De alguna manera, el incidente cardiaco que le jubiló en 2004 fue una bendición. Evitó verlo convertido en una parodia de sí mismo, un patriarca oficiando entre sus infinitos admiradores. El anonimato neoyorquino le devolvió mística y, poco a poco, el gusto por crear. The next day, que llegó de sopetón en 2013, fue una gratísima sorpresa. Y el reciente Blackstar nos hizo interrogarnos de nuevo sobre sus intenciones. Ignorábamos que se trataba de una despedida.
Babelia
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