Donde no pasa nada, algo sucede
Samanta Schweblin es una fanática del cuento, según dice, no hay una sola novela en la biblioteca de su casa
Un yonki, flaco hasta los huesos, sin dientes, con sus ojos puestos en los cacharros que componen el set de televisión improvisado, balbucea y suplica. No importa si son monedas, comida o droga lo que pide, para él, algo de algo, lo es todo. Una nube grandota y gris amenaza lluvia, apenas se mueve. Decidimos, pese a todo, hacer la entrevista afuera del bar. Hay una mujer desdentada que silba y grita, cojea y se siente agredida por la lente del cámara, a quien increpa mientras se tapa la cara con las manos y exige que nos larguemos. Este es el momento exacto en que todo puede o no pudrirse. Estamos a la espera de Samanta Schweblin, una cuentista argentina que llegará puntual a esta última entrevista de las decenas que ya concedió. La última y quizá la peor, porque llegará cansada y a veces el cansancio es el mayor ruido. Un ruido que para ella, nos dirá más adelante: “Es complicado porque, por un lado, molesta para escribir, pero por otro lado el ruido es lo que nos trae las mejores pistas para escribir, para encontrar las historias”. Y donde la esperamos es una esquina “muy ruidosa, pero no hace falta que yo grite…. ¿puedo hablar tranquila?”, preguntará dentro de un rato.
Schweblin ha llegado a Madrid para recibir el Premio internacional de narrativa breve Ribera del Duero y embolsarse los 50 mil euros de los que está dotado, de los cuales le quedarán 30 mil, porque hay que repartir entre agentes literarios e impuestos. Pero está feliz, aun cuando ganar no es algo nuevo para ella. Ganó todos los certámenes literarios en los que participó.
“Deben comprender que ya no puedo más”, ruega, cuando contesta y se equivoca, cuando no encuentra las palabras para explicarse, cuando su cansancio puede más que la claridad; ha dicho tanto en tan pocos días que lo que dice ya lo dijo, y lo que no, no puede ya. Siete casas vacías, el libro del cual viene hablando hace decenas de entrevistas, todavía no ha sido publicado por la editorial Páginas de Espuma al momento de realizar esta última.
Madrid se antoja lindo, jodido y amenazante. Urbano y pueblerino. La primavera asoma tímida. Nosotros haciendo lo mismo de siempre y, sin embargo, con una sensación de empezar de nuevo, lo que para Samanta Schwebling es “algo con lo que uno lucha todo el tiempo. Uno vuelve a ser el escritor torpe que fue con las primeras páginas de cada nuevo libro. Asumirme un mal escritor para poder volver a empezar de nuevo es algo que me tengo que decir en voz baja todo el tiempo. Tengo que avanzar sabiendo que el material no es tan bueno como a mí me gustaría, pero confiando en que va a mejorar. Entonces hay que seguir adelante por más que no salga porque en algún momento donde no pasa nada algo sucede”.
Lo terrorífico está en la normalidad, lo cotidiano es materia prima para el absurdo, alimento para los cuentos de Samanta Schweblin: “La normalidad está sobrevalorada, y muchas veces las soluciones más insólitas o extrañas son bastante más sensatas que las soluciones que tenemos como normales”.
Samanta ha pedido un café solo, que sirve como atrezo y como solución fallida para despertarla. Pero se esfuerza en una amabilidad y concentración que cuesta más cuando todo está por terminar.
- P. ¿Para cuándo el cuento y para qué la novela?
- R. Con la novela y el cuento está pasando algo parecido que con las series de televisión; yo creo que los lectores y los espectadores llegan cansadísimos y es mucho más fácil entrar a un mundo que ya conocemos, esto es lo que nos da determinado capítulo de una serie, y lo que nos da la página 340 de una novela. El cuento es un ejercicio mucho más exigente. Cada vez hay que intentar comprender cuál es el código de ese cuento.
El ruido es lo que nos trae las mejores pistas para escribir, para encontrar las historias”
Samanta Schweblin es una fanática del cuento, según dice, no hay una sola novela en la biblioteca de su casa. La novela le sirve a ella para: “desconectar, algo que me enfrente una única vez a un único código, algo que no me exija tanto”.
- P. ¿Te ayuda leer cuando escribes?
- R. Depende, es un arma complicada, porque me ayuda pero también me influye mucho. Cuando estoy a punto de encontrar algo que por fin he querido decir trato de no leer ficción, leo otras cosas o incluso no leo. Trato de no anotar, de escribir con los pies, escribir caminando. Cuando uno anota las cosas quedan fijadas para siempre, en cambio si no lo anoto, recuerdo lo interesante, recuerdo lo que de verdad me tocó.
Asumirme un mal escritor para poder volver a empezar de nuevo es algo que me tengo que decir en voz baja todo el tiempo
- P. ¿Lo que más te cuesta es lo que más disfrutas?
- R. Lo que más me cuesta es lo que más disfruto cuando finalmente lo logro. Pero también me pasa que si una historia no me exige algo nuevo sinceramente me aburre contarlo. Nadie me obliga a contar, si siento que estoy escribiendo algo que ya está escrito no veo el por qué, hay algo en la dificultad que también me atrae para escribir.
- P. ¿Cuál es el cuento que más tiempo te ha llevado escribir y el que menos?
- R. “La respiración cavernaria”, de Siete casas vacías, me habrá llevado como tres años. Y el cuento que más rápido escribí fue “Matar a un perro” que lo escribí en 3 ó 4 horas.
Creo que un cuento de verdad necesita escribirse de una sentada. Hay algo en la energía que uno atrapa en la primera imagen y si uno no lo suelta tarda mucho en recobrar. O lo reencuentra de otra manera, de una manera mucho más intelectual o pensada.
- P. ¿Quién te ayuda cuando terminas y quién te ayuda durante el proceso?
- R. Amigos o muy buenos lectores o escritores. Y es parte de mi proceso creativo. Doy todo el tiempo a leer lo que estoy escribiendo. Respecto a los comentarios que recibo, incluso cuando no hago caso de ellos y estoy absolutamente en desacuerdo con lo que me dicen, esto me ayuda a tomar la misma decisión con otras seguridades.
Si una historia no me exige algo nuevo sinceramente me aburre contarlo
El libro Siete casas vacías relata las distintas maneras de solucionar algo a través de lo que califica Samanta como “sana locura”, donde los objetos tienen mucho que ver, las decisiones, lo urgente.
Samanta le hizo caso a su abuela: “Cuando era chica, tenía doce o trece años, y mi abuela me insistía en que me tenía que presentar en el Premio Club Municipal Ciudad de Buenos Aires. Entregaban seis premios. Tres a cuento y tres a poesía. Entonces yo, que soy muy obediente, le hice caso y agarré todo lo que tenía y lo imprimí. Y ahí me presenté. Tenía puesto un jean y una remera amarilla. Y entonces empiezan a entregar los premios, del menos al más importante: “Tercer premio de poesía: Samanta Schweblin”; yo abrazo a mi abuela, ella llorando, tan emocionada y tan orgullosa, porque ahí estaban todos sus amigos del Club. Me dan el premio que implicaba leer la poesía. La leo y bajo. Y después: “Segundo premio de poesía… Samanta Schweblin. Y vuelvo a subir y leo la poesía. “Tercer premio de poesía… Samanta Schweblin. Y entonces empiezan con los premios de cuento. Y me habían dado los tres premios a mí también. Ya la gente empezaba a silbar y mi abuela estaba muerta de vergüenza. Fue increíble”.
Samanta ríe al recordar, por un instante se olvida su cansancio. Se va, mientras sigue ganando todos los premios.
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