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El expolio de Monsieur Loo

¿Se han creado de forma ilícita las colecciones de los grandes museos occidentales? Esa pregunta resuena como una amenaza en la vida de C. T. Loo

Miguel Ángel García Vega

¿Se han creado de forma ilícita las colecciones de los grandes museos occidentales? Esa pregunta resuena como una amenaza en la vida de C. T. Loo (1880-1957), el mayor marchante de arte asiático de la historia.

Un periplo vital construido sobre 50 años, de 1902 a 1949, despojando a China de obras maestras de jade o bronce. Él solo se basta para completar las colecciones de los oligarcas estadounidenses (J. P. Morgan, John D. Rockefeller hijo, Vanderbilt) de comienzos del siglo XX y de los principales museos del mundo (Louvre, Metropolitan, British). Nada le frena. Incluso se ceba con las tumbas imperiales, un sacrilegio. En 1917 exporta dos estelas del mausoleo de Taizong (599-649). Un expolio comparable al robo en el Prado de las pinturas negras de Goya. Una herida abierta en el orgullo chino: “El responsable es un criminal que debería ser clavado al poste de la vergüenza”, sostiene, aun en 2011, la televisión pública.

El responsable (él siempre lo negará) será C. T. Loo. Y Géraldine Lenain —especialista en arte chino de la sala de subastas Christie’s— desenmascara ese pasado en Monsieur Loo. Un retrato esbozado de contradicciones. El marchante asegura proteger el arte chino aunque lo expolia. Francia le concede la Legión de Honor, China le condena a muerte. Ama a una mujer pero se casa con su hija de 15 años. Anhela un varón y nacerán cuatro niñas. En el desencanto, la más pequeña, Janine, reconocerá sentir “atracción física” por su padre.

El galerista es un camaleón que persigue reescribir su propia historia. Oculta sus orígenes en los campos desolados de Lujidaou (China), un padre adicto al opio y una madre que se suicida cuando él cumple nueve años. Se inventa un linaje porque desea medrar en el negocio.

Sobre esa falacia levanta una lucrativa empresa que coloca miles de piezas en museos occidentales. Solo con el advenimiento de la revolución de Mao (1949) cesa el saqueo. Para entonces ya es rico y el statu quo le defiende: “Gracias a Loo las obras se han preservado”. El mismo argumento que justifica que Inglaterra no devuelva los frisos del Partenón o que Alemania custodie el busto de Nefertiti. La desigual batalla de los museos del sur por recuperar su patrimonio desperdigado en los ricos contenedores del norte. La vergüenza, aún viva, del poscolonialismo cultural.

Monsieur Loo. Historia de un marchante de arte chino. Géraldine Lenain. Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Elba. Barcelona, 2015. 288 páginas. 22 euros.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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