El hombre que amaba Mantilla
El escritor Leonardo Padura vive en la Habana, en el mismo barrio y en la misma casa que construyó su padre hace sesenta años
“Ayer estaba, como dicen en Cuba, bajito de sal”, comenta Leonardo Padura refiriéndose a su cansancio. Hoy tiene prisa, y mañana también. Tantos no que ha tenido que soportar, como cubano, como escritor que quizás por ello accede a la entrevista. Padura no tiene empacho en pedir y en dar, sabe que todo trámite es engorroso, porque en Cuba todos piden algo y nadie se salva solo; lo que se comparte es la lucha diaria. Y es código, es pacto, es ineludible: te doy, te pido. Por ello, él pide que la entrevista sea en un sitio cercano a Nuevos Ministerios (Madrid), tiene que recoger una maleta que pidió a unos amigos que se la guardaran.
Leonardo Padura llega a la librería Lé, en el Paseo de la Castellana, arrastrando la maleta. Al lado de él, Lucía, su esposa, a quien hay que arrancarle las palabras, porque “salió a su padre; a nuestras madres no hay quien las calle”, acusa Padura con una sonrisa que tarda en salir, con esa media sonrisa que destartala a cualquiera. Habla con los libreros, toca las estanterías, recorre los pasillos, saluda, obedece y ofrece su mirada como si todo le fuera próximo. Tiene prisa pero trasmite calma con su ritmo habanero lento, elegante, sabe que la impaciencia es altanería.
Leonardo Padura vive en la Habana, en el barrio de Mantilla, en la misma casa que construyó su padre hace sesenta años. No se va de ahí porque es el territorio de su infancia; una infancia feliz, descamisada, donde conoció el deporte que le fascina y que no pudo practicar: el béisbol. Una infancia donde descubrió la libertad de jugar en la calle. No se ha ido y asume: “Ese arraigo tiene que ver con todo. Imagínate, en ese barrio nació mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre y yo. Por tanto es el lugar al que pertenezco”.
Si Padura no fue jugador de béisbol fue porque: “no tenía las condiciones físicas naturales para serlo”. Por ello, sin más, empezó a escribir.
Y no ha parado. No ha dejado de escribir ni siquiera en los años noventa, cuando azotó la crisis en la isla y no había nada, excepto hambre, cansancio, dolor, rabia e incertidumbre. Por ello, Padura, siempre dice: “trabajé como loco para no volverme loco”.
El autor de El hombre que amaba a los perros no se fue y tampoco lo intentó. Le hubiera gustado salir cuando tenía veinte años, pero era imposible. Pese a ello sabe muy bien lo que es el desarraigo al que obliga el exilio, esa contradicción entre deber y deseo. Padura escribe sobre los que se han tenido que ir y los que se han podido quedar. Lo ha escrito a través de Iván, protagonista y narrador de El hombre que amaba a los perros:
“Muchos de ellos sabían a qué desarraigos y riesgos de sufrir nostalgia crónica se lanzaban, a cuántos sacrificios y tensiones cotidianas se someterían, pero decidieron asumir el reto y pusieron proa a Miami, México, París o Madrid, donde arduamente comenzaron a reconstruir sus existencias a la edad en que, por lo general, ya éstas suelen estar constituidas. Los que por convicción, espíritu de resistencia, necesidad de pertenencia o por simple tozudez, desidia o miedo a lo desconocido optamos por quedarnos, más que construir algo, nos dedicamos a esperar la llegada de tiempos mejores, mientras tratábamos de poner puntales para evitar el derrumbe”.
Esa espera y esa lucha por evitar un derrumbe las ha ejercido Leonardo Padura a través de su literatura, una especie de notario que certifica las complejas realidades de la sociedad cubana: “Yo creo que el escritor es un observador de su realidad. Y en mi caso trato de llegar a la mayor profundidad posible a través de la sinceridad y honestidad. Hay que ser observador y heterodoxo, siempre poniendo signos de interrogación. Mi literatura es una interrogación que interroga a la realidad cubana”.
Creo que nunca le ha hecho daño a nadie. O por lo menos conscientemente
Sobre la brutal decisión entre quedarse o irse, éste diálogo que aparece en el mismo libro:
“ Casi con temor, me atreví a preguntarle:
-¿Y por qué no te vas?
Él me miró, y en sus ojos no había ni una gota de la ironía o el cinismo con que trataba de defenderse del mundo pero que tan poco le servían cuando debía protegerse de sí mismo y de sus verdades.
- Porque tengo miedo. Porque no sé si pueda empezar de nuevo. Porque tengo cuarenta años. No sé, la verdad. ¿Y tú?
-Porque no quiero irme.
-No jodas, eso no es respuesta.
-Pero es verdad: no quiero irme y ya –insistí, negado a dar otros argumentos”.
Padura no se fue. Pero ha visto a muchos irse llorando y a otros llegar, también llorando. Ha escrito sobre el drama migratorio, que ha habido y habrá, como los que han padecido mexicanos en Estados Unidos, españoles en Argentina, chinos en Cuba, turcos en Alemania, o ecuatorianos en España. Todos desplazados. Todos de ese otro sitio padeciendo lo que ya escribió Padura: “Entre las pocas cosas que repartidas siempre tocan a más, están el dolor y la miseria”.
Leonardo Padura ha soportado la vida escribiendo, hablando y discutiendo: “Con mis amigos discuto pero terminamos abrazados, porque hay que respetar las diferencias del otro. No sé si está bien que hable de mí en esos términos, pero creo que soy una persona que nunca le ha hecho daño a nadie. O por lo menos conscientemente”.
Padura sabe muy bien lo que es el desarraigo al que obliga el exilio, esa contradicción entre deber y deseo
Y ahora que el esfuerzo ha dado su recompensa, ahora que puede irse de Cuba, que podría vivir donde quisiera, ¿por qué no probar? Responde Padura: “Me he convertido en una especie de judío errante. El año pasado estuve en once países. Este año ya voy por ocho. La literatura se ha convertido en un fenómeno donde la presencia del escritor es muy importante, primero porque el mercado es bastante tiránico y te obliga a la promoción, por otro, tienes que vivir de otras cosas, dar conferencias, escribir para cine, y por eso vivo en esa especie de peregrinaje, pero afortunadamente tengo mi Ítaca, siempre regreso a Mantilla”.
El mismo barrio donde vive su madre, una mujer de 87 años que, dice Padura, “no pudo estudiar y fue una pena, sin embargo siempre lee un par de horas todos los días”.
Mantilla también es el lugar donde nació y vivió el padre de Padura hasta hace año y medio, cuando falleció. Padura, desolado, describe: “Durante mes y medio lo vi, y ya estaba muerto, enterrado. Pero lo veía vivo, mirándome. Era tan tremendo que acabé en el hospital. Los médicos creyeron que era un tema de corazón, pero era crisis de ansiedad. Mi papá murió y nuestro perro, que desde cachorro estaba con nosotros, quince días después, también murió”.
Mantilla es mucho más que un barrio al sur de La Habana. Es un padre, un lugar, la patria. Al menos para Padura.
Babelia
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